No cabe duda que, en
esta etapa de evangelización, pero al mismo tiempo de conquista y
transformación de nuevos fieles, la obra de San Agustín es bastante completa y
efectiva en explicar y definir nuevas situaciones y conceptos. Le da una
orientación al comportamiento, al pecado y a la contrición que son dignos de
ejemplo para muchos miembros de la iglesia católica.
Sin embargo quiero abundar
en la noción de la alabanza, puesto que no es un concepto ampliamente definido
en San Agustín, pareciera ser más un estilo literario, específicamente el
estilo de “las confesiones” pero que en realidad acredita a la alabanza como
medio de consulta, contrición y adoración a Dios.
Por medio de esta alabanza
el hombre hace consciencia de sus errores, agradece la voluntad para evadirse
del mal y al mismo tiempo agradecer a Dios por tener la fuerza de continuar
libre de pecado, y aun cuando el pecado le vence, por medio de la alabanza se
encuentra de nuevo el camino del perdón y de la misericordia.
Es de esta forma que esta
noción cobra especial sentido no sólo en los textos de San Agustín sino en
general en la praxis cristiana en general.
Poder comprender dicha
noción en profundidad en los términos de San Agustín nos ayudarán a comprender
mejor en que se basa la principal forma de comunicación entre, una religión en
construcción y una sociedad en floreciente formación, y su iglesia también en
formación y su Dios todopoderoso y misericordioso.
En un primer momento
dentro de las confesiones de San Agustín, nos encontramos con esta duda sobre:
si ¿Hay qué invocar antes de alabar?, y ¿De dónde proviene el deseo de alabanza
y de invocación? Sin que estos dos conceptos sean necesariamente paralelos,
tenemos en San Agustín un acercamiento legítimo al funcionamiento de la voluntad
humana y esa circunscripción de lo divino de manera innata en lo humano. Es decir,
es por medio de este cuestionamiento que San Agustín busca entender, que es
aquello que dentro de si mismo le motiva, le invita, o le obliga a: reconocer
la presencia de algo divino dentro de si, y la alabanza como una intermediación
entre Dios y el hombre.
Es pues la alabanza un
ritual que permite a los fieles acercarse a la divinidad por medio de la
palabra hablada, es un acto de agradar, venerar y reafirmar a Dios, es un acto
de contricción, reflexión y arrepentimiento. En una última instancia es la
alabanza en San Agustín una herramienta de difusión y una demostración práctica
del principio de una base teológica asequible para todos los feligreses.
“Porque sin duda que
aquellas letras primeras, por cuyo medio podía llegar, como de hecho ahora
puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por
ser más útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a retener los errores
de no sé qué Eneas, olvidado de los míos, y a llorar a Dido muerta, que se
suicidó por amores, mientras yo, miserabilísimo, me sufría a mí mismo con ojos
enjutos, muriendo para ti con tales cosas, ¡oh Dios, vida mía! “[1]
Queda claro que hay una
profunda reflexión en la elaboración de la alabanza y que dentro de la misma se
ensalzan primordialmente varios elementos:
1.
La aparición y descripción del pecado,
2.
La adoración y descripción de las virtudes
divinas,
3.
El arrepentimiento, la reflexión y el
reconocimiento de lo divino,
4.
La misericordia y el perdón divino.
La aparición y la descripción del pecado en la alabanza
En general en esta época
formadora de la filosofía cristiana, es muy común encontrar en todo momento
está visión completa de la realidad, bajo la siguiente estructura: preámbulo,
acto y consecuencias. En cierto modo es una forma común de presentar elementos
en términos generales, sin embargo hablando propiamente del cristianismo, esta
parte final de las llamadas “consecuencias” implica necesariamente un acto
moral. Ya sea que, por medio de llevar a cabo ciertos actos las personas se
acercan más a la gracia de Dios, es también cierto que generalmente se explican
los actos que sus consecuencias desencadenan en el pecado.
“Y con esto, no pensaba yo
en que tu justicia, a la cual han servido los hombres justos y santos, tenía
que ser algo todavía más excelente y sublime, en que todo se encierra: las
cosas que Dios mandó para que nunca variaran y otras que distribuía por los
tiempos, no todo junto, sino según lo apropiado a cada uno”[2]
Hay una constante duda
sobre el propio actuar. Obviamente San Agustín por medio de este tipo de
escritura se permita abordar diferentes ámbitos de la vida de un hombre y su
intención es dibujar de forma extensa todas las posible variantes que pueden
acompañar a un hombre cualquiera en su andar por el mundo de los hombres.
Así mismo pone al
descubierto en todo momento el acecho del pecado. En todos los enunciados, en
todas las plegarias, y en cada interacción con lo divino, San Agustín advierte
que el pecado está cerca, que este siempre está latente y que es sencillo para
los hombres verse envueltos en un mal actuar.
En definitiva, es el
pecado el principio de la alabanza misma. Tras este reconocimiento del haber
obrado mal, o de la posibilidad de obrar mal, que el hombre le reconoce a Dios
la capacidad de cuidarlo, de velar por sus interés en términos de un actuar
bien, desde la óptica de la moral cristiana. Fundamenta y da un carácter de
necesario a la propia alabanza, pues en ese estricto sentido al que el pecado
se refiere, también existe un porqué y un cómo evitarlo.
Pero no sólo la presencia
de la noción de pecado dentro de la alabanza, da sentido al discurso por sí
sola, sino que son los adjetivos empleados, generalmente peyorativos, los que
dibujan en la imaginación colectiva como algo repugnante, incorrecto, obsceno e
inadecuado.
“De ahí me venía esa
afición al sufrimiento. Pero no a sufrimientos profundos, que para nada los
quería; sino sufrimientos fingidos y de oído que solo superficialmente me
tocaban. Y como a los que se rascan con las uñas, me venía luego ardiente
hinchazón, purulencia y horrible sangre podrida. ¡Santo Dios! ¿Esa vida era
vivir?”[3]
La alabanza es una figura
literaria que permite la combinación de muchos elementos. Sin embargo, al
formar parte de un ritual ampliamente practicado con tanta regularidad en tan
variadas formas, requiere de un dinamismo y fuerza particular. Un ritmo
constante y breve, impactante y contundente. Las alegorías del lenguaje alrededor
de las descripciones del pecado y/o de sus consecuencias, tienen un impacto
tal, que invariablemente se vuelven el hilo conductor de dicha alabanza.
Entonces, entendiendo el Porqué,
como una especie de descripción de las virtudes divinas, y el Cómo, como un
sendero del deber ser. Notamos que ambos preceden de la noción de pecado implícita
en cada una de las alabanzas agustinianas.
La adoración y la descripción de las virtudes divinas
El dialogo de Agustín es
una conversación entre dos personas: Agustín y Dios. Sin embargo en términos
más claros es un dialogo de Agustín consigo mismo. Agustín se encarga de
describir los males del pecado y los placeres divinos de la virtud y del camino
del bien cristiano. Por medio de contraponer la endeble voluntad humana,
subyugada a los deseos y necesidades carnales, el canal que emplea San Agustín
para engrandecer la divinidad es simplemente por medio de la exaltación de las
cualidades no humanas, en un claro rechazo por el cuerpo, el instinto y lo
físico.
Solamente en una visión
detallada del sentido de dichas palabras, podemos observar este desprendimiento
entre lo divino y lo corpóreo:
“Con todo, Señor, gracias
te sean dadas a ti, excelentísimo y óptimo creador y gobernador del universo,
Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con hacerme sólo niño. Porque, aun
entonces, era, vivía, sentía y tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu
secretísima unidad, por la cual era.”[4]
Es en todo momento Dios lo
más grande, lo deseado, el bien último y razón y origen de todo. Es por esta
razón que, aunque se muestra inmerso en el actuar cotidiano del hombre,
inclusive se presume que esta presencia divina se encuentra de antemano en todos
los hombres, en términos generales, son
una serie de cualidades intelectuales, arbitrarias que exigen el refinamiento y
control de una gran parte de conductas humanas.
Es por medio de un
idealismo absoluto de la presencia divina que San Agustín comparte con los
fieles la visión que se debe tener de Dios, del bien, del mal, de los hombres y
del pecado.
Así como en una primera
instancia, la representación del pecado se describe en los propios actos de San
Agustín y en general en el actuar de todos los hombres, la gracia, la redención
y el buen actuar se representa siempre con la misericordia de Dios, puede ser
también a través de la iluminación divina sobre un hombre o grupos de hombres,
pero en general dicho “bien” proviene siempre de una fuerza divina.
Pareciera ser que el
hombre no tiene esta capacidad de distinguir entre el bien y el mal, y además
está indefenso ante la actuación despiadada y descontrolada del pecado. Por
tanto un hombre sólo podrá estar protegido de todo mal abajo el amparo de Dios.
“Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay
de los pecados de los hombres! Y esto lo dice un hombre, y tú te compadeces de
él por haberlo hecho, aunque no el pecado que hay en él”[5]
El hombre, el pecado, Dios
y la virtud se hacen presentes dentro de la alabanza y forman parte esencial de
su motivo y estructura. Sin embargo es el enlace entre estos 4 elementos los
que dirigen el sentido dentro del discurso de la alabanza.
El arrepentimiento, la reflexión y el reconocimiento de lo divino,
“…a fin de que no
desfallezca mi alma bajo tu disciplina ni me canse en confesar tus
misericordias, con las cuales me sacaste de mis pésimos caminos, para serme
dulce sobre todas las dulzuras que seguí, y así te ame fortísimamente, y
estreche tu mano con todo mi corazón, y me libres de toda tentación hasta el
fin. He aquí, Señor, que tú eres mi rey y mi Dios”[6]
Existe una consciencia
silenciosa de la incapacidad del hombre por resolver sus caminos por sí mismo.
Dentro de la alabanza, aquel que la profesa cede el poder que genuinamente
tiene de autodeterminarse y permite que la gracia de Dios interceda a través de
él y así pueda finalmente obrar en coincidencia con los designios de la
iglesia.
De esta forma la alabanza
se convierte en la intercesión de la gracia divina en el hombre. Es a través de
la práctica de este ritual que el hombre demuestra a Dios su interés por obrar
más como marcan los designios divinos que como precariamente obramos los
hombres.
En este contexto es la
alabanza una herramienta ideológica que permite a los fieles tener al menos en
apariencia, un porque y para qué de la adoración.
A diferencia del culto que
se le rendía a las divinidades antiguas en general, en la alabanza existen
elementos que aparentan explicar un principio y un fin, una “que y un “porqué”
de las cosas. Siempre siendo lo humano: el camino a lo malvado, lo pecaminoso,
lo instintivo, lo intuitivo y lo visceral. Y lo divino es entonces: la única
opción, lo deseado, lo puro, lo inmaculado, lo intangible y lo bueno.
Por lo tanto no existe
propiamente una reflexión, un desarrollo de lo intelectual y una conclusión
razonada y razonable. Son sólo los manejos impecables del lenguaje que se
encargan de describir de manera deseable los valores divinos y describe de
manera terrorífica y malvada las acciones humanas.
Es finalmente por medio de
esta reflexión en donde los hombres aceptan:
1.
La culpa sobre su actuar
2.
Su incapacidad para gobernar su conducta
Puesto que los hombres no
podemos evitar al menos, sentir o pensar algunas cosas, estamos constantemente
bajo el acecho de nuestros propios instintos e ideas, por lo tanto siempre
expuestos a actuar según nuestras necesidades y no así las necesidades divinas.
Sin que los hombres entendieran
que esta condición está implícita en los seres humanos, y que no hay forma de
escapar a dicha situación, se reconocen a sí mismos como pecadores, como
hombres malos que han actuado mal, prácticamente sin poder evitarlo y “a la luz
de la gracia de Dios” buscan alivio en la alabanza.
He aquí un elemento
fundacional del cristianismo: La necesidad de aceptar la voluntad de Dios sobre
nuestros propios deseos.
“Porque él es Dios y lo
que para sí mismo quiere, bueno es. Ni puede verse sin su poder y sólo sería
mayor si fuera posible que Dios fuera mayor que El mismo, ya que la voluntad y
el poder de Dios son Dios mismo.”[7]
Una vez que el hombre da
por un hecho que la voluntad y el poder de Dios, son Dios mismo y que la
grandeza de Dios trasciende todo lo físico; es entonces cuando el hombre
necesita la entrada de este Dios, o al menos el reconocimiento de que habita
dentro de su corazón o su ser, este Dios que todo lo cura y todo lo transforma.
La misericordia
y el perdón divino
“No quiere, pues, el
sacrificio de una res muerta, y sólo quiere el sacrificio de un corazón
contrito. Por la expresión en que dijo que no quería se significa lo que en
seguida dijo que quería. Dijo, pues, que Dios no gustaba de los sacrificios
ofrecidos al modo que los ignorantes creen que los quiere para que le sirviesen
de diversión y complacencia. Porque si los sacrificios que únicamente apetece
entre otros (que es uno solo; a saber: el corazón contrito y humillado con el
dolor verdadero y la penitencia)”[8]
Aunque por un lado se
desdeña la práctica material del sacrificio preferir “un corazón contrito y
humillado con el dolor verdadero y la penitencia” implica una conquista de un
área intangible de los propios hombres. Es un deseo de poseer algo más profundo
y genuino que cualquier cosa que pueda ser material. Pero ¿En dónde comienza y
termina un corazón contrito y humillado? Esta ambigüedad produce en los hombres
una angustia sobre la moralidad en su actuar y que, en vez de ser explicada es
acallada, apaciguada por medio de la oración y la alabanza.
“Sacrificio verdadero es
todo aquello que se practica a fin de unirnos santamente con Dios, refiriéndolo
precisamente a aquel sumo bien con que verdaderamente podemos ser
bienaventurados. Por lo cual la misma misericordia que se emplea en el socorro
del prójimo, si no se hace por Dios, no es sacrificio.”[9]
Así pues en la alabanza se
busca agradar a Dios, por medio del sometimiento y la confesión de toda falta,
el reconocimiento de la grandeza divina por sobre todas las cosas materiales
que existen, la aceptación de la voluntad divina como la deseada y que debe
gobernar por encima de la propia voluntad humana, y finalmente por medio de la
petición de dicha gracia, aun cuando se considere que no es digno de merecerla.
Es esta sistema de deuda,
el hombre peca, Dios lo perdona; el que provoca toda interacción en el hombre
en que por medio de actos de contricción y penitencia, incluyendo la oración y
la alabanza, el hombre está destinado a pervivir su existencia en busca de
agradar a Dios, esperando que éste, interceda en su vida y le ayude a
comportarse dentro de la gracia divina.
Es por medio de la
alabanza que el hombre acepta tu papel inferior como ser humano y al mismo
tiempo encuentra por medio de la palabra hablada está conexión entre su
espiritualidad y la gracia de dios que se encuentra en todo, es un momento de
comunión entre lo humano y lo divino.
La alabanza y su función
La alabanza es en todas
direcciones un mensaje poderoso que reafirma la, aun en formación, ideología
cristiana de anteponer las necesidades humanas a la voluntad divina. Es una
excelente forma de captar nuevos fieles pues aquellos que alaban a Dios, están
predicando al mismo tiempo las debilidades humanas, propias de cualquier hombre,
y las virtudes propias del Dios cristiano, que es capaz de sobrevenir por sobre
todas las cosas y es su voluntad la que viene a traer orden y paz a nuestras
vidas.
Es por medio de la
alabanza que las personas encuentran la paz y el regocijo, es una forma de
agradecer a Dios por todo lo que se tiene, y por todo lo malo que aún no se
padece. Es una reafirmación y una comunión de lo divino y que proviene en
esencia de lo divino que habita en nosotros.
Es el espíritu sumiso que
se pretende disipar por todo el reino. Alabar a alguien o algo implica un
reconocimiento de una superioridad particular o general que deja muy por debajo
todo lo demás. En tiempos de consolidar en el pensamiento colectivo la imagen
de Dios inmenso en todos los sentidos, y sin la necesidad o independientemente
de la necesidad, de una contraparte material, es en un principio, antes de la
grandeza económica y material de la iglesia, la alabanza, el uso de la retórica
y la poesía lo que engrandece los conceptos divinos.
En términos generales es
la alabanza una forma práctica de reafirmar y difundir ideas esenciales que
ayudaron al cristianismo a consolidarse como la máxima autoridad de la época
medieval a lo largo de toda Europa.
Bibliografía:
1.
Obispo de Hipona San Agustín, La confesiones. Textos
escogidos. GAIA, 2002, ISBN 9788484450467
2.
La Ciudad de Dios, San Agustín (12ª ED.)
Traducción: Francisco Montes de Oca, Porrúa 1994. ISBN 9789684324121
Referencias:
3.
Las confesiones de San Agustín, Iglesia
Reformada. URL: http://www.iglesiareformada.com/Agustin_Confesiones.html
recuperado en Marzo de 2012.
4.
Confesiones de San Agustín, Diócesis de
Canarias, España. URL: http://www.diocesisdecanarias.es/pdf/confesionessanagustin.pdf
recuperado en Marzo de 2012.
5.
Las confesiones de San Agustín, Tradcutor: P.
Angel Custodio Vega. URL: http://www.augustinus.it/spagnolo/confessioni/index2.htm
recuperado en Marzo de 2012.
6. La Ciudad de Dios, San Agustín. Iglesia Reformada. URL: http://www.iglesiareformada.com/Agustin_Ciudad_10.html recuperado en Marzo de 2012.
[1]
Capitulo XIII, Las confesiones, San Agustín. San Agustín. GAIA, 2002
ISBN 9788484450467
[2]
Capítulo VII, Las confesiones, San Agustín. San Agustín. GAIA, 2002
ISBN 9788484450467
[3]
Capitulo II, Las confesiones, San Agustín. San Agustín. GAIA, 2002
ISBN 9788484450467
[4]
Capítulo XIX, Las confesiones, San Agustín. San Agustín. GAIA, 2002
ISBN 9788484450467
[5]
Capitulo VII, Las confesiones, San Agustín. GAIA, 2002
ISBN 9788484450467
[6] Capitulo
XV, Las confesiones, San Agustín. GAIA, 2002
ISBN 9788484450467
[7] Capitulo
IV, Las confesiones, San Agustín. GAIA, 2002
ISBN 9788484450467
[8] Capítulo
V: La Ciudad de Dios, San Agustin Agustín (12ª ED.) Traducción: Francisco
Montes de Oca, Porrúa 1994. ISBN 9789684324121
[9] Capítulo
VI: La Ciudad de Dios, San Agustin Agustín (12ª ED.) Traducción: Francisco
Montes de Oca, Porrúa 1994. ISBN 9789684324121
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Y... ¿Cuál es tu opinión?