domingo, 9 de octubre de 2011

Crecer

Por: Paulina Granados Navarro

Es de noche, nos sumergimos en un ambiente taciturno. La luz general es amarillenta y  tenue pero hay una luz blanca que hace posible la distinción de la entrada de un edificio verde. La puerta es de cristal, sinceramente muestra que en su interior hay un pasillo que encara a una pared artística, pues en su totalidad exhibe bodegones, cada uno de ellos encarándose estáticamente ante el espejo.

Es tarde, hace frío. Enfrente del edificio se estaciona un taxi amarillo del cual desciende un hombre delgado con algunos indicios de canas, en su piel se marcan apenas algunos surcos formados por las arrugas de expresión. Tiene un aspecto impecable, un portafolio y una bata blanca en el antebrazo. Paga y se dirige hacia su casa cuando se percata de que una horrible mancha ensucia la pasividad de su porche. Mientras el Doctor Pausanias se acercaba, detectó un apeste que lo obligo a respirar lo menos posible aguantando la respiración.

Su curiosidad era grande, observó analíticamente hasta distinguir un bulto de cobertores apestosos; las mantas eran de un gris homogéneo con destellos de los colores originales. Distrajo su mirada al avanzar para sacar las llaves cuando tropezó con un pie igual de negro calzado de tacón que se asomaba entre tantas cobijas. Se escuchó un grito nauseabundo mientras se movían las telas, pues de entre ellas salió un indigente como si fuera un zombie que sale de su tumba. El médico se estremeció sin poder evitar preguntarle que si se encontraba bien en vez de gritar. El hombre que tenía un trapo morado amarrado en la cabeza, encogió su pierna sollozando, interrumpiéndose con tosidos. Pausanias ansiaba entrar a su casa pero cierto humanismo o lástima se apoderó de él, obligándolo a dar una consulta express.

El paciente vociferaba cual demonio, daba la impresión de regañarse a sí mismo. El profesionista se agachó de cuclillas después de haberse puesto la bata para examinar a Asclepio y pudo ver cómo sus lágrimas enjuagaban la suciedad de su cara.

Vamos a ver. Dijo el profesionista mientras se ponía un guante blanco que había sacado de su portafolio para poder tocar sin peligro de contagio la pierna del enfermo. Presionaba al azar el miembro enfermo preguntando: ¿Duele? Recibió como respuesta chillidos de perro hasta que al tocar la pantorrilla, donde se sentía aguado, el chillido se convirtió en aullido de lobo.

La curiosidad del experto fue un incentivo para iniciar la búsqueda de alguna herida entre las costras de suciedad en la pierna. El olor era insoportable porque ya de cerca la peste se abstraía a un fétido olor a orines, aún así el morbo de Pausanias era estridente. Al fin encontró una pequeña herida circular por la espinilla, estaba infectada ya que por dentro tenía indicios blancos y por fuera estaba rosadito. El cirujano sin pensarlo dos veces apretó con el pulgar y el índice la incisión para exprimir cual si fuera un grano. El herido gritó agudamente e inútilmente intentó detener al intruso, quién atento presenció una explosión de millones de gusanitos blancos que apresurados se amontonaban al salir del cráter cutáneo. El asco fue tanto que aventó la pierna y se levantó rápidamente recordando su lema. -El mejor médico es el que no permite que sus enfermos se pudran, sino que los entierra inmediatamente.-

Decidido comenzó a patear el cuerpo infectado hasta dejarlo inmóvil. Ruido y calma. La culpa se hizo presente de tal modo que optó por refugiarse en su casa, sin entender que aquel hombre no moriría porque es alma pura. Que el alma hiede al lugar donde estuvo previamente, el inframundo.       


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