Por: Paulina Granados Navarro 
Es de noche, nos sumergimos en un ambiente taciturno. La luz general 
es amarillenta y  tenue pero hay una luz blanca que hace posible la 
distinción de la entrada de un edificio verde. La puerta es de cristal, 
sinceramente muestra que en su interior hay un pasillo que encara a una 
pared artística, pues en su totalidad exhibe bodegones, cada uno de 
ellos encarándose estáticamente ante el espejo.
Es tarde, hace 
frío. Enfrente del edificio se estaciona un taxi amarillo del cual 
desciende un hombre delgado con algunos indicios de canas, en su piel se
 marcan apenas algunos surcos formados por las arrugas de expresión. 
Tiene un aspecto impecable, un portafolio y una bata blanca en el 
antebrazo. Paga y se dirige hacia su casa cuando se percata de que una 
horrible mancha ensucia la pasividad de su porche. Mientras el Doctor 
Pausanias se acercaba, detectó un apeste que lo obligo a respirar lo 
menos posible aguantando la respiración.
Su curiosidad era grande, 
observó analíticamente hasta distinguir un bulto de cobertores 
apestosos; las mantas eran de un gris homogéneo con destellos de los 
colores originales. Distrajo su mirada al avanzar para sacar las llaves 
cuando tropezó con un pie igual de negro calzado de tacón que se asomaba
 entre tantas cobijas. Se escuchó un grito nauseabundo mientras se 
movían las telas, pues de entre ellas salió un indigente como si fuera 
un zombie que sale de su tumba. El médico se estremeció sin 
poder evitar preguntarle que si se encontraba bien en vez de gritar. El 
hombre que tenía un trapo morado amarrado en la cabeza, encogió su 
pierna sollozando, interrumpiéndose con tosidos. Pausanias ansiaba 
entrar a su casa pero cierto humanismo o lástima se apoderó de él, 
obligándolo a dar una consulta express.
El paciente 
vociferaba cual demonio, daba la impresión de regañarse a sí mismo. El 
profesionista se agachó de cuclillas después de haberse puesto la bata 
para examinar a Asclepio y pudo ver cómo sus lágrimas enjuagaban la 
suciedad de su cara.
Vamos a ver. Dijo el profesionista mientras 
se ponía un guante blanco que había sacado de su portafolio para poder 
tocar sin peligro de contagio la pierna del enfermo. Presionaba al azar 
el miembro enfermo preguntando: ¿Duele? Recibió como respuesta chillidos
 de perro hasta que al tocar la pantorrilla, donde se sentía aguado, el 
chillido se convirtió en aullido de lobo.
La curiosidad del 
experto fue un incentivo para iniciar la búsqueda de alguna herida entre
 las costras de suciedad en la pierna. El olor era insoportable porque 
ya de cerca la peste se abstraía a un fétido olor a orines, aún así el 
morbo de Pausanias era estridente. Al fin encontró una pequeña herida 
circular por la espinilla, estaba infectada ya que por dentro tenía 
indicios blancos y por fuera estaba rosadito. El cirujano sin pensarlo 
dos veces apretó con el pulgar y el índice la incisión para exprimir 
cual si fuera un grano. El herido gritó agudamente e inútilmente intentó
 detener al intruso, quién atento presenció una explosión de millones de
 gusanitos blancos que apresurados se amontonaban al salir del cráter 
cutáneo. El asco fue tanto que aventó la pierna y se levantó rápidamente
 recordando su lema. -El mejor médico es el que no permite que sus 
enfermos se pudran, sino que los entierra inmediatamente.-
Decidido
 comenzó a patear el cuerpo infectado hasta dejarlo inmóvil. Ruido y 
calma. La culpa se hizo presente de tal modo que optó por refugiarse en 
su casa, sin entender que aquel hombre no moriría porque es alma pura. 
Que el alma hiede al lugar donde estuvo previamente, el inframundo. 
       
domingo, 9 de octubre de 2011
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