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La siguiente explicación intenta orientar hacia ese lugar
desde el que, tal vez, podrá plantearse un día la pregunta por la esencia del
nihilismo. La explicación tiene su raíz en un pensamiento que comienza a ganar
claridad por primera vez en lo tocante a la posición fundamental de Nietzsche
dentro de la historia de la metafísica occidental. La indicación ilumina un
estadio de la metafísica occidental que, presumiblemente, es su estadio final,
porque en la medida en que con Nietzsche la metafísica se ha privado hasta
cierto punto a sí misma de su propia posición esencial, ya no se divisan otras
posibilidades para ella. Tras la inversión efectuada por Nietzsche, a la
metafísica solo le queda pervertirse y desnaturalizarse. Lo suprasensible se
convierte en un producto de lo sensible carente de toda consistencia. Pero, al
rebajar de este modo a su opuesto, lo sensible niega su propia esencial la
destitución de lo suprasensible también elimina a lo meramente sensible y, con
ello, a la diferencia entre ambos. La destitución de los suprasensible termina
en un «ni esto... ni aquello» en relación con la distinción entre lo sensible
(aÞsyhtñn) y lo no-sensible (nohtñn).
La destitución aboca en lo sin-sentido. Pero aún así, sigue siendo el presupuesto impensado e inevitable de los ciegos intentos por escapar a lo carente de sentido por medio de una mera aportación de sentido.
La destitución aboca en lo sin-sentido. Pero aún así, sigue siendo el presupuesto impensado e inevitable de los ciegos intentos por escapar a lo carente de sentido por medio de una mera aportación de sentido.
En lo que sigue, la metafísica siempre será pensada como la
verdad de lo ente en cuanto tal en su totalidad, no como la doctrina de un
pensador. El pensador tiene siempre su posición filosófica fundamental en la
metafísica. Por eso, la metafísica puede recibir el nombre de un pensador. Pero
esto no quiere decir en absoluto, según la esencia de la metafísica aquí
pensada, que la correspondiente metafísica sea el resultado y la propiedad de
un pensador en su calidad de personalidad inscrita en el marco público del
quehacer cultural. En cada fase de la metafísica se va haciendo visible un
fragmento de camino que el destino del ser va ganando sobre lo ente en bruscas
épocas de la verdad. El propio Nietzsche interpreta metafísicamente la marcha
de la historia occidental, concretamente como surgimiento y despliegue del
nihilismo. Volver a pensar la metafísica de Nietzsche se convierte en una
meditación sobre la situación y el lugar del hombre actual, cuyo destino, en lo
tocante a la verdad, ha sido escasamente entendido todavía. Toda meditación de
este tipo, cuando pretende ser algo más que una vacía y repetitiva crónica,
pasa por encima de aquello que concierne a la meditación. Pero no se trata de
un mero situarse por encima o más allá, ni tampoco de una simple superación.
Que meditemos sobre la metafísica de Nietzsche no significa que ahora también y
muy especialmente tengamos en cuenta su metafísica, además de su ética, su
teoría del conocimiento y su estética, sino que intentamos tomarnos en serio a
Nietzsche en cuanto pensador. Pues bien, para Nietzsche, pensar también
significa representar lo ente en cuanto ente. Todo pensar metafísico es, por lo
tanto, onto-logia o nada de nada.
La meditación que intentamos hacer aquí precisa de un
sencillo paso previo, casi imperceptible, del pensar. Al pensar preparatorio le
interesa iluminar el terreno de juego dentro del que el propio ser podría
volver a inscribir al hombre en una relación originaria en lo tocante a su
esencia. La preparación es la esencia de tal pensar.
Este pensamiento esencial -que, por lo tanto, siempre y
desde cualquier punto de vista es preparatorio-, se dirije hacia lo
imperceptible. Aquí, cualquier colaboración pensante, por muy torpe y vacilante
que sea, constituye una, ayuda esencial. La colaboración pensante se convierte
en una invisible semilla, nunca acreditada por su validez o utilidad, que tal
vez nunca vea tallo o fruto ni conozca la cosecha. Sirve para sembrar o incluso
para preparar el sembrado.
A la siembra le precede el arado. Se trata de desbrozar un
campo que debido al predominio inevitable de la tierra de la metafísica tuvo
que permanecer desconocido. Se trata de comenzar por intuir dicho campo, de
encontrarlo y finalmente cultivarlo. Se trata de emprender la primera marcha
hacia ese campo. Existen muchos caminos de labor todavía ignorados. Pero a cada
pensador le está asignado un solo camino, el suyo, tras cuyas huellas deberá
caminar, en uno y otro sentido, una y otra vez, hasta poder mantenerlo como
suyo, aunque nunca le llegue a pertenecer, y poder decir lo experimentado y
captado en dicho camino.
Tal vez el título «Ser y Tiempo» sea una señal indicadora
que lleva a uno de estos caminos. De acuerdo con la implicación esencial de la
metafísica con las ciencias -exigida y perseguida una y otra vez por la propia
metafísica- y teniendo en cuenta que dichas ciencias forman parte de la propia
descendencia de la metafísica, el pensar preparatorio también tendrá que
moverse durante un tiempo en el círculo de las ciencias, porque éstas siguen
pretendiendo ser, bajo diversas figuras, la forma fundamental del saber y lo
susceptible de ser sabido, ya sea con conocimiento de causa, ya sea por el modo
en que se hacen valer y actúan. Cuanto más claramente se aproximen las ciencias
hacia la esencia técnica que las predetermina y señala, tanto más decisivamente
se explica la pregunta por esa posibilidad del saber a la que aspira la
técnica, así como por su naturaleza, sus límites y sus derechos.
Del pensar preparatorio y de su consumación forma parte una
educación del pensar en el corazón de las ciencias. Encontrar la forma adecuada
para que dicha educación del pensar no se confunda ni con la investigación ni
con la erudición, es sumamente difícil. Esta pretensión siempre está en
peligro, sobre todo cuando el pensar tiene que empezar por encontrar siempre y
al mismo tiempo su propia estancia. Pensar en medio de las ciencias significa:
pasar junto a ellas sin despreciarlas.
No sabemos qué posibilidades le reserva el destino de la
historia occidental a nuestro pueblo y a Occidente. La configuración y
disposición externas de estas posibilidades no son tampoco lo más necesario en
un primer momento. Lo importante es sólo que aprendan a pensar juntos los que
quieren aprender y, al mismo tiempo, que enseñando juntos a su manera,
permanezcan en el camino y estén allí en el momento adecuado.
La siguiente explicación se mantiene, por su intención y su
alcance, dentro del ámbito de la experiencia a partir de la que fue pensada
«Ser y Tiempo». El pensar se ve interpelado incesantemente por ese acontecimiento
que quiere que en la historia del pensamiento occidental lo ente haya sido
pensado desde en relación con el ser, pero que la verdad del ser permanezca
impensada y que, en cuanto posible experiencia, no sólo le sea negada al
pensar, sino que el propio pensamiento occidental, concretamente bajo la figura
de a metafísica nos oculte el acontecimiento de esa negativa aunque sea sin
saberlo.
Por eso, el pensar preparatorio se mantiene necesariamente
dentro del ámbito de la meditación histórica. Para ese pensar, la historia no
es la sucesión de épocas, sino una única proximidad de lo mismo, que atañe al
pensar en imprevisibles modos del destino y con diferentes grados de
inmediatez.
Ahora se trata de meditar sobre a metafísica de Nietzsche.
Su pensamiento se ve bajo el signo del nihilismo. Éste es el nombre para un
movimiento histórico reconocido por Nietzsche que ya dominó en los siglos
precedentes y también determina nuestro siglo. Su interpretación es resumida
por Nietzsche en la breve frase: «Dios ha muerto».
Se podría suponer que la expresión «Dios ha muerto» enuncia
una opinión del ateo Nietzsche y por lo tanto no pasa de ser una toma de
postura personal y en consecuencia parcial y fácilmente refutable apelando a la
observación de que hoy muchas personas siguen visitando las iglesias y
sobrellevan las pruebas de la vida desde una confianza cristiana en Dios. Pero
la cuestión es si la citada frase de Nietzsche es sólo la opinión exaltada de
un pensador -del que siempre se puede objetar correctamente que al final se
volvió loco- o si con ella Nietzsche no expresa más bien la idea que dentro de
la historia de Occidente, determinada metafísicamente, se ha venido
pronunciando siempre de forma no expresa. Antes de apresurarnos a tomar una
postura, debemos intentar pensar la frase «Dios ha muerto» tal como está
entendida. Por eso, haremos bien en evitar toda cuanta opinión precipitada
acude de inmediato a la mente al oír algo tan terrible.
Las siguientes reflexiones intentan explicar la frase de
Nietzsche desde ciertos puntos de vista esenciales. Insistamos una vez más: la
frase de Nietzsche nombra el destino de dos milenios de historia occidental.
Faltos de preparación como estamos todos, no debemos creer que podemos cambiar
dicho destino por medio de una conferencia sobre la fórmula de Nietzsche, ni
tan siquiera que lleguemos a conocerlo suficientemente. Pero, de todos modos,
ahora será necesario que nos dejemos aleccionar por la meditación y que en el
camino de ese aleccionamiento aprendamos a meditar.
Naturalmente, una explicación no debe limitarse a extraer el
asunto del texto, sino que también debe a aportar algo suyo al asunto, aunque
sea e manera imperceptible y sin forzar las cosas. Es precisamente esta
aportación lo que el profano siempre siente como una interpretación exterior
cuando la mide por el rasero de lo que él considera el contenido del texto y
que con el derecho que se autoatribuye, critica tachándola de arbitraria. Sin
embargo, una adecuada explicación nunca comprende mejor el texto de lo que lo
entendió su autor, sino simplemente de otro modo. Lo que pasa es que ese otro
modo debe ser de tal naturaleza que acabe tocando lo mismo que piensa el texto
explicado.
Nietzsche enunció por vez primera la fórmula «Dios ha
muerto» en el tercer libro del escrito aparecido en 1882 titulado «La gaya
ciencia». Con este escrito comienza el camino de Nietzsche en dirección a la
construcción de su postura metafísica fundamental. Entre este escrito y los
inútiles esfuerzos en torno a la configuración de la obra principal que había
planeado aparece publicado «Así habló Zarathustra». La obra principal planeada
nunca fue concluida. De manera provisional debía llevar el título «La voluntad
de poder» y como subtítulo «Intento de una transvaloración de todos los
valores».
El chocante pensamiento de la muerte de un dios, del morir
de los dioses, ya le era familiar al joven Nietzsche. En un apunte de la época
de elaboración de su primer escrito, «El origen de la tragedia», Nietzsche
escribe (1870): «Creo en las palabras de los primitivos germanos: todos los
dioses tienen que morir». El joven Hegel dice así al final del tratado « Fe y
saber» (1802): el «sentimiento sobre el que reposa la religión de la nueva
época es el de que Dios mismo ha muerto». La frase de Hegel piensa algo distinto
a la de Nietzsche, pero de todos modos existe entre ambas una conexión esencial
escondida en la esencia de toda metafísica. La frase que Pascal toma prestada
de Plutarco: «Le gran Pan est mort» (Pensées, 695), también entra en el mismo
ámbito, aunque sea por motivos opuestos.
Escuchemos en primer lugar cuáles son las palabras exactas
del texto completo, el número 125, de la obra « La gaya ciencia». El texto se
titula « El loco» y reza así:
El loco.-¿No
habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al
mercado gritando sin cesar: «¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!». Como precisamente
estaban allí reunidos muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron
enormes risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un
niño pequeño?, decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se
habrá embarcado? ¿Habrá emigrado? -así gritaban y reían todos alborotadamente.
El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. «¿Que a dónde se
ha ido Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo hemos matado: ¡vosotros y yo!
Todos somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido
bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué
hicimos, cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará
ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos
continuamente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas
partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de
una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vacío? ¿No hace más frío?
¿No viene siempre noche y más noche? ¿No tenemos que encender faroles a
mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No
nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se
descomponen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! !Y nosotros lo hemos
matado! ¿Cómo podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado
y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros
cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos?
¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la
grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que
volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ellos? Nunca hubo un
acto más grande y quien nazca después de nosotros formará parte, por mor de ese
acto, de una historia más elevada que todas las historias que hubo nunca hasta
ahora.» Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos
callaban y lo miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal
modo que se rompió en pedazos y se apagó. «Vengo demasiado pronto -dijo
entonces-, todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía está en
camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno
necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, los actos necesitan
tiempo, incluso después de realizados, a fin de ser vistos y oídos. Este acto
está todavía más lejos de ellos que las más lejanas estrellas y, sin embargo,
son ellos los que lo han cometido.» Todavía se cuenta que el loco entró aquel
mismo día en varias iglesias y entonó en ellas su Requiem aeternam deo. Una vez
conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única frase: « ¿Pues,
qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?».
Cuatro años más tarde (1886), Nietzsche le añadió un quinto
libro a los cuatro de que se componía «La gaya ciencia», titulándolo «Nosotros,
los que no tenemos temor». El primer texto de dicho libro (aforismo 343) está
titulado: «Lo que pasa con nuestra alegre serenidad». El pasaje comienza así:
«El suceso más importante de los últimos tiempos, que ‘Dios ha muerto’, que la
fe en el dios cristiano ha perdido toda credibilidad, comienza a arrojar sus primeras
sombras sobre Europa.»
Esta frase nos revela que la fórmula de Nietzsche acerca de
la muerte de Dios se refiere al dios cristiano. Pero tampoco cabe la menor duda
-y es algo que se debe pensar de antemano- de que los nombres Dios y dios
cristiano se usan en el pensamiento de Nietzsche para designar al mundo
suprasensible en general Dios es e nombre para el ámbito de las ideas los ideales.
Este ámbito de lo suprasensible pasa por ser, desde Platón o mejor dicho, desde
la interpretación de la filosofía platónica llevada a cabo por el helenismo y
el cristianismo, el único mundo verdadero y efectivamente real. Por el
contrario, el mundo sensible es sólo el mundo del más acá un mundo cambiante
por lo tanto meramente aparente, irreal. El mundo del más acá es el valle de
lágrimas en oposición a la montaña de la eterna beatitud de más allá. Si, como
ocurre todavía en Kant, llamamos al mundo sensible‘mundo físico’ en sentido
amplio, entonces el mundo suprasensible es el mundo metafísico.
La frase «Dios ha muerto» significa que el mundo
suprasensible ha perdido su fuerza efectiva. No procura vida. La metafísica,
esto es, para Nietzsche, la filosofía occidental comprendida como platonismo,
ha llegado al final. Nietzsche comprende su propia filosofía como una reacción
contra la metafísica, lo que para él quiere decir, contra el platonismo.
Sin embargo, como mera reacción, permanece necesariamente
implicada en la esencia de aquello contra lo que lucha, como le sucede a todos
los movimientos contra algo. El movimiento de reacción de Nietzsche contra la
metafísica es, como mero desbancamiento de ésta, una implicación sin salida
dentro de la metafísica de tal modo, que ésta se disocia de su esencia y, en
tanto que metafísica, no consigue pensar nunca su propia esencia. Y así, para
la metafísica y por causa de ella, permanece oculto eso que ocurre precisamente
dentro de ella y en tanto que ella misma.
Si Dios, como fundamento suprasensible y meta de todo lo
efectivamente real, ha muerto, si el mundo suprasensible de las ideas ha
perdido toda fuerza vinculante y sobre todo toda fuerza capaz de despertar y de
construir, entonces ya no queda nada a lo que el hombre pueda atenerse y por lo
que pueda guiarse. Por eso se encuentra en el fragmento citado la pregunta:
«¿No erramos a través de una nada infinita?». La fórmula «Dios ha muerto»
comprende la constatación de que esa nada se extiende. Nada significa aquí ausencia
de mundo suprasensible y vinculante. El nihilismo, «el más inquietante de todos
los huéspedes», se encuentra ante la puerta.
El intento de explicar la frase de Nietzsche «Dios ha
muerto» debe ponerse al mismo nivel que la tarea de interpretar qué quiere
decir Nietzsche con nihilismo, con el fin de mostrar su propia postura respecto
a éste. Como, sin embargo, ese nombre se usa a menudo a modo de lema y término
provocador, y también muy a menudo como palabra peyorativa y condenatoria, es
necesario saber lo que significa. No basta con reclamarse como poseedor de la
fe cristiana o alguna convicción metafísica para estar ya fuera del nihilismo.
Del mismo modo, tampoco todo el que se preocupa por la nada y su esencia es un
nihilista.
Parece que gusta usar ese nombre en un tono como si el mero
adjetivo nihilista ya bastase, sin añadirle ningún pensamiento a la palabra,
para suministrar la prueba de que una meditación sobre la nada precipita ya en
la nada y comporta la instauración de la dictadura de la nada.
En general, habrá que preguntar si el nombre nihilismo,
pensado estrictamente en el sentido de la filosofía de Nietzsche, sólo tiene un
significado nihilista, es decir, negativo, un significado que empuja hacia una
nada anuladora. Así pues, visto el uso confuso y arbitrario de la palabra
nihilismo, será necesario -antes de una explicación concreta sobre lo que el
propio Nietzsche dice acerca del nihilismo- ganar el correcto punto de vista
desde el que podemos permitirnos preguntar por el nihilismo.
El nihilismo es un movimiento histórico, no cualquier
opinión o doctrina sostenida por cualquier persona. El nihilismo mueve la
historia a la manera de un proceso fundamental, apenas conocido, del destino de
los pueblos occidentales. Por lo tanto, el nihilismo no es una manifestación
histórica entre otras, no es sólo una corriente espiritual que junto a otras,
junto al cristianismo, el humanismo y la ilustración, también aparezca dentro
de la historia occidental.
Antes bien, el nihilismo, pensado en su esencia es el
movimiento fundamental de la historia de Occidente. Muestra tal profundidad,
que su despliegue sólo puede tener como consecuencia catástrofes mundiales. El
nihilismo es el movimiento histórico mundial que conduce a los pueblos de la
tierra al ámbito de poder de la Edad Moderna. Por eso, no es sólo una
manifestación de la edad actual, ni siquiera un producto del siglo XIX, a pesar
de que fue entonces cuando se despertó la agudeza visual para captarlo y su
nombre se tornó habitual. El nihilismo no es tampoco el producto de naciones
aisladas cuyos pensadores y escritores hablen expresamente de él. Aquellos que
se creen libres de él, son tal .vez los que más a fondo lo desarrollan. Del
carácter inquietante de este inquietante huésped forma parte el hecho de no
poder nombrar su propio origen.
El nihilismo tampoco inaugura su predominio en los lugares
en que se niega al dios cristiano, se combate el cristianismo o por lo menos,
con actitud librepensadora, se predica un ateísmo vulgar. Mientras sigamos
limitándonos a ver solamente los diversos tipos de incredulidad que reniegan
del cristianismo, bajo sus variadas manifestaciones, nuestra mirada quedará
presa de la fachada externa y más precaria del nihilismo. El discurso del loco
dice precisamente que la frase «Dios ha muerto» no tiene nada en común con las
opiniones confusas y superficiales de los que «no creen en dios». Aquellos que
son no creyentes de este modo, no están todavía en absoluto afectados por el
nihilismo como destino de su propia historia.
Mientras entendamos la frase «Dios ha muerto» solamente como
fórmula de la falta de fe, la estaremos interpretando teológico-apologéticamente
y renunciando a lo que le interesa a Nietzsche, concretamente la meditación que
reflexiona sobre lo que ha ocurrido ya con la verdad del mundo suprasensible y
su relación con la esencia del hombre.
El nihilismo, en el sentido de Nietzsche, no tapa por lo
tanto en absoluto ese estado representado de manera puramente negativa que
supone que ya no se puede creer en el dios cristiano de la revelación bíblica,
y hay que saber que Nietzsche no entiende por cristianismo la vida cristiana
que tuvo lugar una vez durante un breve espacio de tiempo antes de la redacción
de los Evangelios y de la propaganda misionera de Pablo. El cristianismo es,
para Nietzsche, la manifestación histórica, profana y política de la Iglesia y
su ansia de poder dentro de la configuración de la humanidad occidental y su
cultura moderna. El cristianismo en este sentido y la fe cristiana del Nuevo
Testamento, no son lo mismo. También una vida no cristiana puede afirmar el
cristianismo y usarlo como factor de poder, en la misma medida en que una vida
cristiana no necesita obligatoriamente del cristianismo. Por eso, un debate con
el cristianismo no es en absoluto ni a toda costa un ataque contra lo
cristiano, así como una crítica de la teología no es por eso una crítica de la
fe, cuya interpretación debe ser tarea de la teología. Mientras pasemos por
alto estas distinciones esenciales nos moveremos en las bajas simas de las
luchas entre diversas visiones del mundo.
En la frase «Dios ha muerto», la palabra Dios, pensada
esencialmente, representa el mundo suprasensible de los ideales, que contienen
la meta de esta vida existente por encima de la vida terrestre y, así, la
determinan desde arriba y en cierto modo desde fuera. Pero si ahora la
verdadera fe en Dios, determinada por la Iglesia, se va moviendo hacia
adelante, si, sobre todo, la doctrina de la fe, la teología, en su papel como
explicación normativa de lo ente en su totalidad, se ve limitada y apartada, no
por eso se rompe la estructura fundamental por la que una meta situada en lo suprasensible
domina la vida terrestre y sensible.
En el lugar de la desaparecida autoridad de Dios y de la
doctrina de la Iglesia, aparece la autoridad de la conciencia, asoma la
autoridad de la razón. Contra ésta se alza el instinto social. La huida del mundo
hacia lo suprasensible es sustituida por el progreso histórico. La meta de una
eterna felicidad en el más allá se transforma en la de la dicha terrestre de la
mayoría. El cuidado del culto de la religión se disuelve en favor del
entusiasmo por la creación de una cultura o por la extensión de la
civilización. Lo creador, antes lo propio del dios bíblico se convierte en
distintivo del quehacer humano. Este crear se acaba mutando en negocio.
Lo que se quiere poner de esta manera en el lugar del mundo
suprasensible son variantes de la interpretación del mundo
cristiano-eclesiástica y teológica, que había tomado prestado su esquema del
ordo, del orden jerárquico de lo ente, del mundo helenístico-judaico, cuya
estructura fundamental había sido establecida por Platón al principio de la
metafísica occidental.
El ámbito para la esencia el acontecimiento del nihilismo es
la propia metafísica, siempre que supongamos que bajo este nombre no entendemos
una doctrina o incluso una disciplina especial de la filosofía, sino la
estructura fundamental de lo ente en su totalidad, en la medida en que éste se
encuentra dividido entre un mundo sensible y un mundo suprasensible y en que el
primero está soportado y determinado por el segundo.
La metafísica es el espacio histórico en el que se convierte en destino el hecho de que el mundo suprasensible, las ideas, Dios, la ley moral la autoridad de la razón, el progreso, la felicidad de la mayoría la cultura y la civilización, pierdan su fuerza constructiva y se anulen. Llamamos a esta caída esencial de lo suprasensible su descomposición. La falta de fe en el sentido de la caída del dogma cristiano, no es por lo tanto nunca la esencia y el fundamento del nihilismo, sino siempre una consecuencia del mismo; efectivamente, podría ocurrir que el propio cristianismo fuese una consecuencia y variante del nihilismo.
La metafísica es el espacio histórico en el que se convierte en destino el hecho de que el mundo suprasensible, las ideas, Dios, la ley moral la autoridad de la razón, el progreso, la felicidad de la mayoría la cultura y la civilización, pierdan su fuerza constructiva y se anulen. Llamamos a esta caída esencial de lo suprasensible su descomposición. La falta de fe en el sentido de la caída del dogma cristiano, no es por lo tanto nunca la esencia y el fundamento del nihilismo, sino siempre una consecuencia del mismo; efectivamente, podría ocurrir que el propio cristianismo fuese una consecuencia y variante del nihilismo.
Partiendo de esta base podemos reconocer ya el último
extravío al que nos vemos expuestos a la hora de captar o pretender combatir el
nihilismo. Como no se entiende el nihilismo como un movimiento histórico que
existe desde hace mucho tiempo y cuyo fundamento esencial reposa en la propia
metafísica, se cae en la perniciosa tentación de considerar determinadas
manifestaciones que ya son y sólo son consecuencias del nihilismo como si
fueran éste mismo o en la de presentar las consecuencias y efectos como las
causas del nihilismo. En la acomodación irreflexiva a este modo de
representación se ha adquirido desde hace décadas la costumbre de presentar el
dominio de la técnica o la rebelión de las masas como las causas de la
situación histórica del siglo y de analizar la situación espiritual de la época
desde este punto de vista. Pero cualquier análisis del hombre y de su posición
dentro de lo ente, por aguda e inteligente que sea, sigue careciendo siempre de
reflexión y lo único que provoca es la apariencia de una meditación, mientras
se abstenga de pensar en el lugar donde reside la esencia del hombre y de experimentarlo
en la verdad del ser.
Mientras sigamos confundiendo el nihilismo con lo que sólo
son sus manifestaciones, la postura respecto al mismo será siempre superficial.
Tampoco se irá más lejos por el hecho de armarse de un cierto apasionamiento en
su rechazo basado en el descontento con la situación del mundo, en una desesperación
no del todo confesada, en el desánimo moral o en la superioridad autosuficiente
del creyente.
Frente a esto debemos comenzar por meditar. Por eso le
preguntamos ahora al propio Nietzsche qué entiende por nihilismo y dejamos por
ahora abierta la cuestión de si, con su comprensión, Nietzsche ya acierta y
puede acertar con la esencia del nihilismo.
En una anotación del año 1887 Nietzsche plantea la pregunta
(Voluntad de Poder, afor. 2): «¿Qué significa nihilismo?». Y contesta: «Que los
valores supremos han perdido su valor».
Esta respuesta está subrayada y acompañada de la siguiente
explicación: «Falta la meta, falta la respuesta al ‘porqué’».
De acuerdo con esta anotación, Nietzsche concibe el
nihilismo como un proceso histórico. Interpreta tal suceso como la
desvalorización de los valores hasta entonces supremos. Dios, el mundo
suprasensible como mundo verdaderamente ente que todo lo determina, los ideales
e ideas, las metas y principios que determinan y soportan todo lo ente y, sobre
todo, la vida humana, todas estas cosas son las que se representan aquí como
valores supremos. Según la opinión que todavía sigue siendo usual, por valores
supremos se entiende lo verdadero, lo bueno y lo bello: lo verdadero, esto es,
lo verdaderamente ente; lo bueno, esto es, lo que siempre importa en todas
partes; lo bello, esto es, el orden y la unidad de lo ente en su totalidad.
Pero los valores supremos ya se desvalorizan por el hecho de que va penetrando
la idea de que el mundo ideal no puede llegar a realizarse nunca dentro del
mundo real. El carácter vinculante de los valores supremos empieza a vacilar.
Surge la pregunta: ¿para qué esos valores supremos si no son capaces de
garantizar los caminos y medios para una realización efectiva de las metas
planteadas en ellos?
Ahora bien, si quisiéramos entender al pie de la letra la
definición de Nietzsche según la cual la esencia del nihilismo es la pérdida de
valor de los valores supremos, obtendríamos una concepción de la esencia del
nihilismo que entretanto se ha vuelto usual, en gran medida gracias al apoyo
del propio título nihilismo y que supone que la desvalorización de los valores
supremos significa, evidentemente, la decadencia. Lo que ocurre es que, para
Nietzsche, el nihilismo no es en absoluto únicamente una manifestación de
decadencia, sino que como proceso fundamental de la historia occidental es, al
mismo tiempo y sobre todo, la legalidad de esta historia. Por eso, en sus
consideraciones sobre el nihilismo, a Nietzsche no le interesa tanto describir
históricamente la marcha del proceso de desvalorización de los valores
supremos, para acabar midiendo la decadencia de Occidente, como pensar el
nihilismo en tanto que «lógica interna» de la historia occidental.
Procediendo así, Nietzsche reconoce que a pesar de la
desvalorización de los valores hasta ahora supremos para el mundo, dicho mundo
sin embargo sigue ahí y que ese mundo en principio privado de valores tiende
inevitablemente a una nueva instauración de valores. Después de la caída de los
valores hasta ahora supremos, la nueva instauración de valores se transforma,
en relación con los valores anteriores, en una «transvaloración de todos los
valores». El no frente a los valores precedentes nace del sí a la nueva
instauración de valores. Como en ese sí, según la opinión de Nietzsche, no se
encierra ningún modo de mediación y ninguna adecuación respecto a los valores
anteriores, el no incondicionado entra dentro de ese nuevo sí a la nueva
instauración de valores. A fin de asegurar la incondicionalidad del nuevo sí
frente a la recaída en los valores anteriores, esto es, a fin de fundamentar la
nueva instauración de valores como movimiento de reacción, Nietzsche designa
también a la nueva instauración de valores como nihilismo, concretamente como
ese nihilismo por el que la desvalorización se consuma en una nueva
instauración de valores, la única capaz de ser normativa. Nietzsche llama a
esta fase normativa del nihilismo el nihilismo «consumado», esto es, clásico.
Nietzsche entiende por nihilismo la desvalorización de los valores hasta ahora
supremos. Pero al mismo tiempo afirma el nihilismo en el sentido de «transvaloración
de todos los valores anteriores». Por eso, el nombre nihilismo conserva una
polivalencia de significado y, desde un punto de vista extremo, es en todo caso
ambiguo, desde el momento en que designa por un lado a la mera desvalorización
de los valores hasta ahora supremos, pero al mismo tiempo se refiere al
movimiento incondicionado de reacción contra la desvalorización. En este
sentido es también ambiguo eso que Nietzsche presenta como forma previa del
nihilismo: el pesimismo. Según Schopenhauer, el pesimismo es la creencia por la
que en el peor de estos mundos la vida no merece la pena de ser vivida ni
afirmada. Según esta doctrina, hay que negar la vida y esto quiere decir
también lo ente como tal en su totalidad. Este pesimismo es, según Nietzsche,
el «pesimismo de la debilidad». No ve en todas partes más que el lado oscuro,
encuentra para todo un motivo de fracaso y pretende saber que todo acabará en
el sentido de una catástrofe total. Por el contrario, el pesimismo de la
fuerza, en cuanto fuerza, no se hace ilusiones, ve el peligro y no quiere velos
ni disimulos. Se da cuenta de lo fatal que resulta una actitud de observación
pasiva, de espera de que retorne lo anterior. Penetra analíticamente en las
manifestaciones y exige la conciencia de las condiciones y fuerzas que, a pesar
de todo, aseguran el dominio de la situación histórica.
Una meditación más esencial podría mostrar cómo en eso que
Nietzsche llama «pesimismo de la fuerza» se consuma la rebelión del hombre
moderno en el dominio incondicionado de la subjetividad dentro de la subjetidad
de lo ente. Por medio del pesimismo, en su forma ambigua, los extremos se hacen
a la luz. Los extremos obtienen, como tales, la supremacía. Así surge un estado
en el que se agudizan las alternativas incondicionadas hasta moverse entre un o
esto o lo otro. Se inicia un «estado intermedio» en el que se manifiesta, por
un lado, que la realización efectiva de los valores hasta ahora supremos no se
cumple. El mundo parece carente de valores. Por otro lado, en virtud de esta
concienciación, la mirada escudriñadora se orienta hacia la fuente de la nueva
instauración de valores, sin que el mundo recupere por eso su valor.
Sin embargo, a la vista de cómo se conmueven los valores
anteriores, también se puede intentar otra cosa. Efectivamente, aunque Dios, en
el sentido del dios cristiano, haya desaparecido del lugar que ocupaba en el
mundo suprasensible, dicho lugar sigue existiendo aun cuando esté vacío. El
ámbito ahora vacío de lo suprasensible y del mundo ideal puede mantenerse.
Hasta se puede decir que el lugar vacío exige ser nuevamente ocupado y pide
sustituir al dios desaparecido por otra cosa. Se erigen nuevos ideales. Eso
ocurre, según la representación de Nietzsche (Voluntad de Poder, afor. 1.021
del año 1887), por medio de las doctrinas de la felicidad universal y el
socialismo así como por medio de la música de Wagner, esto es, en todos los
sitios en los que el «cristianismo dogmático no tiene más recursos». Así es
como aparece el «nihilismo incompleto». A este respecto Nietzsche dice así
(Voluntad de Poder, afor. 28 del año 1887): «El nihilismo incompleto, sus
formas: vivimos en medio de ellas. Los intentos de escapar al nihilismo, sin
necesidad de una transvaloración de los valores anteriores traen como consecuencia
lo contrario y no hacen sino agudizar el problema».
Podemos resumir el pensamiento de Nietzsche sobre el
nihilismo incompleto de manera más clara y precisa diciendo: es verdad que el
nihilismo incompleto sustituye los valores anteriores por otros, pero sigue
poniéndolos en el antiguo lugar, que se mantiene libre a modo de ámbito ideal
para lo suprasensible. Ahora bien, el nihilismo completo debe eliminar hasta el
lugar de los valores, lo suprasensible en cuanto ámbito, y por lo tanto poner
los valores de otra manera, transvalorarlos.
De aquí se deduce que para el nihilismo completo, consumado
y, por tanto, clásico, se precisa ciertamente de la «transvaloración de todos
los valores anteriores», pero que la transvaloración no se limita a sustituir los
viejos valores por otros nuevos. Esa transvaloración es una inversión de la
manera y el modo de valorar. La instauración de valores necesita un nuevo
principio, esto es, renovar aquello de donde parte y donde se mantiene. La
instauración de valores precisa de otro ámbito. Ese principio ya no puede ser
el mundo de lo suprasensible ahora sin vida Por eso el nihilismo que apunta a
la inversión así entendida, buscará lo que tenga más vida. De este modo, el
propio nihilismo se convierte en «ideal de la vida pletórica» (Voluntad de
Poder, afor. 14 del año 1887). En este nuevo valor supremo se esconde otra
consideración de la vida, esto es, de aquello en lo que reside la esencia
determinante de todo lo vivo. Por eso queda por preguntar qué entiende
Nietzsche por vida.
La indicación acerca de los diferentes grados y formas del
nihilismo muestra que, según la interpretación de Nietzsche, el nihilismo es
siempre una historia en la que se trata de los valores, la institución de
valores, la desvalorización de valores, la inversión de valores, la nueva
instauración de valores y, finalmente y sobre todo, de la disposición, con otra
manera de valorar, del principio de toda instauración de valores. Las metas
supremas, los fundamentos y principios de lo ente, los ideales y lo
suprasensible, Dios y los dioses, todo esto es comprendido de antemano como
valor. Por eso, sólo entenderemos suficientemente el concepto de Nietzsche de
nihilismo si sabemos qué entiende Nietzsche por valor. Sólo entonces
comprenderemos la frase «Dios ha muerto» tal como fue pensada. La clave para
comprender la metafísica de Nietzsche es una explicación suficientemente clara
de lo que piensa con la palabra valor.
En el siglo XIX se vuelve usual hablar de valores y pensar
en valores. Pero sólo se hizo verdaderamente popular gracias a la difusión de
las obras de Nietzsche. Se habla de valores vitales, de valores culturales, de
valores eternos, del orden y rango de los valores, de los valores espirituales,
que se cree encontrar, por ejemplo, en la Antigüedad. Gracias a una ocupación
erudita con la filosofía y a la reforma del neokantismo se llega a la filosofía
de los valores. Se construyen sistemas de valores y en ética se persiguen los
estratos de valores. Hasta la teología cristiana determina a Dios, el summum
ens qua summum bonum, como el valor supremo. Se considera a la ciencia como
libre de valores y se arroja a las valoraciones del lado de las concepciones
del mundo. El valor y todo lo que tiene que ver con el valor se convierte en un
sustituto positivo de lo metafísico. La frecuencia con que se habla de valores
está en paralelo con la indefinición del concepto. Dicha indefinición, a su
vez, está en paralelo con la oscuridad del origen de la esencia del valor en el
ser. Aun suponiendo que ese valor tan reclamado no sea nada, no por eso deja de
verse obligado a tener su esencia en el ser.
¿Qué entiende Nietzsche por valor? ¿En qué se funda la
esencia del valor? ¿Por qué la metafísica de Nietzsche es la metafísica de los
valores?
En una anotación (1887/88) Nietzsche dice lo que entiende
por valor (Voluntad de Poder, afor. 715): « El punto de vista del ‘valor’ es el
punto de vista de las condiciones de conservación y aumento por lo que se
refiere a formaciones complejas de duración relativa de la vida dentro del
devenir».
La esencia del valor reside en ser punto de vista. Valor se
refiere a aquello que la vista toma en consideración. Valor significa el punto
de visión para un mirar que enfoca algo o, como decimos, que cuenta con algo y
por eso tiene que contar con otra cosa. El valor está en relación interna con
un tanto, con un quantum y con el número. Por eso, los valores (Voluntad de
Poder, afor. 710 del año 1888) se ponen siempre en relación con una «escala de
números medidas». Subsiste la cuestión de dónde se fundamenta a su vez la escala
de aumento y disminución.
Gracias a la caracterización del valor como punto de vista
aparece algo esencial para el concepto de valor de Nietzsche: en cuanto punto
de vista, dicho concepto es planteado siempre por un mirar y para él. Este
mirar es de tal naturaleza que ve en la medida en que ha visto; que a visto en
la medida en que ha situado ante sí, ha representado a lo vislumbrado como tal
y, de este modo o ha dispuesto. Es sólo por medio de este poner representador
como el punto necesario para ese enfocar hacia algo y así guiar la órbita de
visión de este ver, se convierte en punto de visión, es decir, en aquello que
importa a la hora de ver y de todo hacer guiado por la vista. Por lo tanto, los
valores no son ya de antemano algo en sí de tal modo que pudieran ser tomados
ocasionalmente como puntos de vista.
El valor es valor en la medida en que vale. Vale, en la
medida en que es dispuesto en calidad de aquello que importa. Así, es dispuesto
por un enfocar y mirar hacia aquello con lo que hay que contar. El punto de
visión, la perspectiva, el círculo de visión significan aquí vista y ver en un
sentido determinado por los griegos, aunque teniendo en cuenta la
transformación sufrida por la idea desde el significado de eädow al de
perceptio. Ver es ese representar que, desde Leibniz, es entendido expresamente
bajo el rasgo fundamental de la aspiración (appetitus). Todo ente es
representador, en la medida en que al ser de lo ente le pertenece el nisus el
impulso de aparecer en escena que ordena a algo que aparezca (manifestación) y
de este modo determina su aparición. La esencia caracterizada como nisus de
todo ente se entiende de esta manera y pone para sí misma un punto de vista que
indica la perspectiva que hay que seguir. El punto de vista es el valor.
Según Nietzsche, con los valores en tanto que puntos de
vista se establecen «las condiciones de conservación y aumento». La propia
manera que tiene de escribir estas palabras en su lengua, sin la conjunción «y»
entre conservación y aumento, que ha sido sustituida por un guión de unión *,
le sirve a Nietzsche para hacer notar que los valores, en cuanto puntos de
vista, son esencialmente, y por lo tanto siempre, condiciones de la
conservación y el aumento. En donde se disponen valores hay que considerar
siempre ambos tipos de condición, de tal modo que permanezcan unitariamente en
mutua relación. ¿Por qué? Evidentemente solo porque lo ente mismo, en su
aspiración y representación, es de tal modo en su esencia que necesita de ese
doble punto de visión. ¿De qué son condiciones los valores como puntos de vista
si tienen que condicionar al mismo tiempo la conservación y el aumento?
Conservación y aumento caracterizan los rasgos fundamentales
de la vida, los cuales se pertenecen mutuamente dentro de sí. A la esencia de
la vida le toca el querer crecer, el aumento. Toda conservación de vida se
encuentra al servicio del aumento de vida. Toda vida que se limita únicamente a
la mera conservación es ya una decadencia. Por ejemplo, para un ser vivo
asegurarse el espacio vital nunca es una meta, sino sólo un medio para el
aumento de vida. Viceversa, una vida aumentada acrecienta la necesidad anterior
de ampliar el espacio. Pero no es posible ningún aumento si no existe ya y se
conserva un estado asegurado y sólo de ese modo capaz de aumento. Lo vivo es
por tanto una «formación compleja de vida» constituida por la unión de ambos
rasgos fundamentales, el aumento y la conservación. Los valores, en su calidad
de puntos de vista, guían la visión hacia «la contemplación de las formaciones
complejas». La visión es, en cada caso, visión de una mirada vital que domina
sobre todo ser vivo. Desde el momento en que dispone los puntos de visión para
los seres vivos, la vida se muestra en su esencia como instauradora de valores
(vid. Voluntad de Poder, afor. 556 del año 1885/86).
Las «formaciones complejas de vida» dependen de las
condiciones de una conservación y una permanencia tal que lo permanente sólo
permanece a fin de volverse no permanente en el aumento. La duración de esta
formación compleja de la vida reposa en la relación alternante de conservación
y aumento. Por eso, es sólo relativa. Sigue siendo una «duración relativa» de
lo vivo, esto es, de la vida.
Según las palabras de Nietzsche, el valor es «punto de vista
de las condiciones de conservación y aumento por lo que se refiere a
formaciones complejas de duración relativa de la vida dentro del devenir». La
palabra devenir, sola y sin determinar, no significa ni aquí, ni en general en
el lenguaje de los conceptos de la metafísica de Nietzsche, algún modo de fluir
de todas las cosas, el mero cambio de los estados, ni tan siquiera alguna
evolución o desarrollo indeterminado. «Devenir» significa el tránsito de una
cosa a otra, ese movimiento y movilidad que Leibniz llama en su Monadología
(parágrafo 11) changements naturels y que domina a través del ens qua ens, esto
es, del ens percipiens et appetens. Nietzsche piensa ese dominio en tanto que
rasgo fundamental de todo lo efectivamente real, es decir, en un sentido
amplio, de lo ente. Eso que determina de este modo a lo ente en su essentia lo
concibe como «voluntad de poder».
Si Nietzsche cierra su caracterización de la esencia del
valor con la palabra devenir hay que concluir que esa palabra final nos señala
el ámbito fundamental al que únicamente y en general pertenecen los valores y
la instauración de valores. «El devenir» es, para Nietzsche, « la voluntad de
poder». La «voluntad de poder» es por tanto el rasgo fundamental de la «vida»,
palabra que Nietzsche también usa a menudo en un sentido amplio que la pone al
mismo nivel que el «devenir» dentro de la metafísica (vid. Hegel). Voluntad de
poder, devenir, vida y ser en su sentido más amplio significan en lenguaje de
Nietzsche lo mismo (Voluntad de Poder, afor. 582 del año 1885/86 y afor. 689
del año 1888). Dentro del devenir, la vida, esto es, lo vivo, se configura en
centros respectivos de la voluntad de poder. Estos centros son en consecuencia
formaciones de poder. Es en cuanto tales como Nietzsche entiende el arte, el
Estado, la religión, la ciencia la sociedad. Por eso puede decir (Voluntad de
Poder, afor. 715) lo siguiente: «‘Valor' es esencialmente el punto de vista
para la consolidación o la debilitación de estos centros de dominio»
(concretamente en lo tocante a su carácter de dominio).
En la medida en que, en la demarcación de la esencia del
valor que hemos presentado, Nietzsche concibe a ésta como condición con
carácter de punto de vista para el aumento y la conservación de la vida, pero
entiende que la vida se fundamenta en el devenir como voluntad de poder, dicha
voluntad de poder se desvela como aquello que establece esos puntos de vista.
La voluntad de poder es la que estima según valores a partir de su «principio
interno» (Leibniz), en tanto que nisus en el esse del ens. La voluntad de poder
es el fundamento para la necesidad de instauración de valores y el origen de la
posibilidad de una valoración. Por eso dice Nietzsche (Voluntad de Poder, afor.
14 del año 1887: «Los valores y su transformación se encuentran en relación con
el aumento de poder del que plantea los valores.»
Aquí se hace evidente que los valores son las condiciones de
la voluntad de poder puestas por ella misma. Sólo allí, en donde la voluntad de
poder hace su aparición como rasgo fundamental de todo lo efectivamente real,
esto es, allí en donde se torna verdadera y, por consiguiente, es concebida
como la realidad efectiva de todo lo efectivamente real, se muestra de dónde
surgen los valores y por medio de qué es soportada y guiada toda valoración.
Ahora se reconoce el principio de la instauración de valores. La instauración
de valores es a partir de ahora realizable «principalmente», esto es, a partir
del ser en tanto que fundamento de lo ente.
Por eso, la voluntad de poder es al mismo tiempo, en tanto
que ese principio reconocido y por consiguiente querido, el principio de una
nueva instauración de valores. Es nueva, porque se consuma por primera vez
conscientemente a partir del saber de su principio. Es nueva, porque se asegura
ella misma de su principio y mantiene fijamente esa seguridad a modo de un
valor planteado a partir de dicho principio. Pero la voluntad de poder es, en
cuanto principio de la nueva instauración de valores y en relación con los
valores anteriores, el principio de la transvaloración de todos los valores anteriores.
Como, sin embargo, los valores hasta ahora supremos dominaban sobre lo sensible
desde las alturas de lo suprasensible y dado que la estructura de este dominio
es la metafísica, tenemos que con la instauración del nuevo principio de
transvaloración de todos los valores se consuma la inversión de toda
metafísica. Nietzsche considera esta inversión como una superación de la
metafísica. Pero, cegándose a sí misma, toda inversión de este tipo sigue
estando siempre implicada en lo mismo, que se ha vuelto irreconocible.
Ahora bien, en la medida en que Nietzsche concibe el
nihilismo como la legalidad en la historia de la desvalorización de los valores
hasta ahora supremos, pero concibe la desvalorización en el sentido de una
transvaloración de todos los valores, según su interpretación, el nihilismo
reside en el dominio y el desmoronamiento de los valores y, por lo tanto, en la
posibilidad de una instauración de valores en general. Esta misma se fundamenta
en la voluntad de poder. Por eso es por lo que la frase de Nietzsche «Dios ha
muerto» y su concepto del nihilismo sólo se pueden pensar suficientemente a
partir de la esencia de la voluntad de poder. Por eso, cuando explicamos qué
piensa Nietzsche con la fórmula «voluntad de poder», que él mismo acuñó, damos
el último paso en dirección al esclarecimiento de la consabida frase.
Este nombre, «voluntad de poder», pasa por ser algo tan
sobreentendido que no se comprende cómo alguien puede gastar sus energías en
analizar ese conjunto de palabras. Porque lo que significa voluntad es algo que
puede experimentar cualquiera y en cualquier momento por sí mismo. Querer es
aspirar a algo. Qué significa poder es algo que también sabe hoy todo el mundo
desde su cotidiana experiencia en el ejercicio del dominio y la fuerza.
Voluntad « de» poder es, por lo tanto, evidentemente, la aspiración a alcanzar
el poder.
De acuerdo con esto, el título «voluntad de poder» presupone
dos estados de cosas diferentes que se han encontrado en mutua relación a
posteriori: el querer, por un lado, y el poder, por otro. Si, finalmente, con
la intención de no limitarnos a describir, sino también de explicar,
preguntamos cuál es el fundamento de la voluntad de poder, tendremos que, en su
calidad de aspiración hacia eso que todavía no está en su poder, ésta surge
evidentemente de un sentimiento de carencia. Aspiración, ejercicio del dominio,
sentimiento de carencia, son maneras de representación y estados (facultades
del alma) que captamos con el conocimiento psicológico. Por eso, la explicación
de la esencia de la voluntad de poder forma parte de la psicología.
Lo que acabamos de explicar sobre la voluntad de poder y su
manera de ser conocida es ciertamente esclarecedor, pero, por así decir, pasa
de largo ante lo que piensa Nietzsche con la fórmula «voluntad de poder» y cómo
lo piensa. El título «voluntad de poder» nombra una palabra fundamental de la
filosofía definitiva de Nietzsche. Por eso, se la puede llamar metafísica de la
voluntad de poder. Nunca comprenderemos lo que significa voluntad de poder, en
el sentido de Nietzsche, basándonos en alguna representación popular acerca del
querer y el poder, sino sólo siguiendo el camino de una meditación sobre el
pensamiento metafísico, es decir, al mismo tiempo sobre el conjunto de la
historia de la metafísica occidental.
La siguiente explicación de la esencia de la voluntad de
poder piensa a partir de estas relaciones. Pero aunque se atenga a las propias
explicaciones de Nietzsche, también debe captar éstas de modo más claro de lo
que el propio Nietzsche supo comunicarlas inmediatamente. Ahora bien, lo único
que nos resulta siempre más claro es lo que previamente se nos ha vuelto más
significativo. Es significativo aquello cuya esencia está más próxima de
nosotros. Tanto en lo que sigue como en lo anterior, siempre se piensa a partir
de la esencia de la metafísica y no sólo a partir de una de sus fases.
En la segunda parte de «Así habló Zarathustra», que apareció
un año después de «La gaya ciencia», en 1883, Nietzsche habla por primera vez
de «voluntad de poder» en el contexto en el que justamente debe ser
comprendida: «Donde encontré algo vivo, encontré voluntad de poder; y hasta en
la voluntad del siervo encontré la voluntad de ser amo y señor».
Querer es querer ser señor. Así entendida, la voluntad
también se encuentra en la voluntad del siervo, ciertamente no de tal modo que
el siervo pueda aspirar a salir de su papel de esclavo para ser él mismo señor,
sino más bien en el sentido de que el esclavo, en cuanto esclavo, el siervo en
cuanto siervo, siempre tiene algo por debajo de él a lo que da órdenes para su
servicio y de lo que se sirve. De este modo, incluso en cuanto esclavo, también
es señor. También ser esclavo es querer ser un señor.
La voluntad no es un mero desear o un aspirar a algo, sino
que querer es, en sí, dar órdenes, ordenar (vid. «Así habló Zarathustra», I y
II; «Voluntad de Poder», afor. 668 del año 1888). Este ordenar tiene su esencia
en el hecho de que aquel que ordena es señor con conocimiento de su
disponibilidad sobre las posibilidades de la actuación efectiva. Lo que se
ordena en la orden es el cumplimiento de esa disponibilidad. En la orden el que
ordena obedece (y no precisamente después del que ejecuta la orden) a esa
disponibilidad y a ese poder disponer y, de este modo, se obedece a sí mismo.
Así pues, el que ordena está por encima de sí mismo en el sentido de que se
arriesga a sí mismo. Ordenar, que es algo muy distinto que un mero mandar algo
a los demás, es una autosuperación y más difícil que obedecer. La voluntad es
el autorrecogimiento en lo ordenado. Sólo hay que seguir dando órdenes al que
no sabe obedecerse a sí mismo. La voluntad no aspira en primer lugar a lo que
quiere como a algo que no tenga todavía. Lo que quiere la voluntad, ya lo
tiene. Porque la voluntad quiere su querer. Su voluntad es eso querido por
ella. La voluntad se quiere a sí misma. Se supera a sí misma. Así pues, en
cuanto querer, la voluntad quiere ir más allá de sí misma y, por lo tanto,
tiene que llevarse detrás y debajo de sí misma. Es por eso por lo que Nietzsche
puede decir (Voluntad de Poder, afor. 675 del año 1887/88): «Querer, en
general, es tanto como querer ser más fuerte, querer crecer...». Ser más fuerte
quiere decir aquí «tener más poder», esto es, tener sólo poder. Efectivamente,
la esencia del poder reside en ser señor sobre el grado de poder alcanzado en
cada caso. El poder sólo es tal poder mientras siga siendo aumento de poder y
se siga ordenando «más poder». Un simple detenerse en el aumento de poder, el
mero hecho de quedarse parado en un grado determinado de poder es ya el
comienzo de la disminución y decadencia del poder. La superación de sí mismo en
el poder forma parte de la esencia del poder. Esta superación del poder forma
parte y surge del propio poder, en la medida en que es una orden y como orden
se otorga el poder de superarse a sí misma en cada nivel de poder alcanzado. Es
verdad que de esta manera el poder está siempre en camino hacia sí mismo, pero
no como una voluntad que se encuentra disponible para sí misma en algún lugar y
que intenta alcanzar el poder en el sentido de una aspiración. El poder tampoco
se otorga poder sólo para superarse a sí mismo en cada grado de poder
alcanzado, sino únicamente con la intención de apoderarse de sí mismo en lo
incondicionado de su esencia. Según esta determinación esencial, querer es en
tan escasa medida una aspiración, que más bien se puede decir que toda
aspiración es y permanece una forma posterior o previa del querer.
En la fórmula «voluntad de poder» la palabra poder sólo
nombra la esencia del modo en que la voluntad se quiere a sí misma, en la
medida en que es el ordenar. En cuanto tal ordenar, la voluntad se reúne
consigo misma, esto es, con lo querido por ella. Este autorrecogimiento es la
facultad de poder del poder. Existe tan poco una voluntad por sí misma, como un
poder por sí mismo. Así pues, voluntad y poder tampoco se limitan a estar
agrupados en la voluntad de poder, sino que la voluntad es en cuanto Voluntad
de voluntad, la voluntad de poder en el sentido del otorgamiento de poder. Pues
bien, el poder tiene su esencia en el hecho de que, en cuanto voluntad dentro
de la voluntad, está al servicio de la voluntad. La voluntad de poder es la
esencia del poder. Muestra la esencia incondicionada de la voluntad que, en
cuanto pura voluntad, se quiere a sí misma.
Por eso, la voluntad de poder tampoco puede ser contrapuesta
a una voluntad de otra cosa, por ejemplo a una «voluntad de nada», porque
incluso esta voluntad es todavía voluntad de voluntad, de tal modo que
Nietzsche puede decir (Para una Genealogía de la Moral, tercer tratado, afor. 1
del año 1887): «antes prefiere [la voluntad] querer la nada que no querer».
«Querer la nada» no significa de ninguna manera querer la
mera ausencia de todo lo efectivamente real, sino querer precisamente eso
efectivamente real, pero quererlo siempre y en todo lugar como una nada y sólo
a través de ella querer la aniquilación. En este querer, el poder se asegura
siempre la posibilidad de ordenar y poder ser señor.
Como esencia de la voluntad, la esencia de la voluntad de
poder es el rasgo fundamental de todo lo efectivamente real. Nietzsche dice
(Volunta de Poder, afor. 693 del año 1888) que la voluntad de poder es «la
esencia más íntima del ser». « El ser» significa en este caso, según el
lenguaje de la metafísica, lo ente en su totalidad. La esencia de la voluntad
de poder y la propia voluntad de poder en tanto que carácter fundamental de lo
ente, no se dejan por ello constatar por medio de la observación psicológica,
sino que, por el contrario, es la propia psicología la que recibe su esencia,
esto es, la posibilidad de disponer y conocer su objeto, de manos de la
voluntad de poder. Por lo tanto, Nietzsche no concibe la voluntad de poder
psicológicamente, sino que, por el contrario determina nuevamente la psicología
como «morfología y teoría del desarrollo de la voluntad de poder» (Más allá del
bien y del mal, afor. 23). La morfología es la ontología del ön, cuya morf®
transformada en perceptio debido al cambio del eädow, se manifiesta en el
appetitus de la perceptio como voluntad de poder. El hecho de que la metafísica
-que piensa desde siempre lo ente como êpoxeÛmenon sub-jectum, en relación con
su ser-, se convierta en esta psicología así determinada, demuestra, aunque
sólo como manifestación colateral, la existencia de este acontecimiento
esencial que consiste en la transformación de la entidad de lo ente La oésÛa
(entidad) del subjectum se convierte en subjetidad de la autoconciencia, la
cual hace aparecer a su esencia como voluntad de voluntad. La voluntad, en
cuanto voluntad de poder, es la orden para adquirir más poder. A fin de que, en
la superación de su propio poder, la voluntad pueda superar el grado alcanzado
en cada caso, hay que alcanzar previamente ese grado, asegurarlo y conservarlo.
El aseguramiento de cada grado de poder correspondiente es la condición
necesaria para la superación del poder. Pero esta condición necesaria no es
suficiente para que la voluntad pueda quererse a sí misma, esto es, para que
ese querer ser más fuerte, para que ese aumento de poder, sea. La voluntad
tiene que dirigir su mirada a un campo de visión y empezar por abrirlo para que
de allí empiecen a mostrarse posibilidades que le indiquen el camino a un
aumento de poder. La voluntad debe por tanto disponer una condición de ese
querer ir más allá de sí misma. La voluntad de poder debe disponer a la vez las
condiciones de conservación de poder y las de aumento de poder. Forma parte de
la voluntad la disposición de esas condiciones que se pertenecen mutuamente.
«Querer, en general, es tanto como querer ser más fuerte,
querer crecer, y querer también los medios necesarios para ello» (Voluntad de
Poder, afor. 675 del año 1887/88).
Los medios esenciales son las condiciones de sí misma que
dispone la propia voluntad de poder. Nietzsche llama a dichas condiciones,
valores. Dice así(XII, afor. 395 del año 1884): «En toda voluntad hay una
estimación». Estimar significa establecer y fijar el valor. La voluntad de
poder estima en la medida en que establece la condición de aumento y fija la
condición de conservación. Según su esencia, la voluntad de poder es la voluntad
que dispone valores. Los valores son las condiciones de conservación y aumento
dentro del ser de lo ente. La voluntad de poder es ella misma, en la medida en
que aparece expresamente en su pura esencia, el fundamento y el ámbito de la
instauración de valores. La voluntad de poder no tiene su fundamento en un
sentimiento de carencia, sino que es ella misma el fundamento de la vida más
rica posible. Aquí, vida significa voluntad de voluntad. «‘Vivo’: esto ya significa
‘estimar’» (loc. cit.).
En la medida en que la voluntad quiere la superación de su
propio poder, no descansa por muy rica que sea su vida. Ejerce su poder en la
exuberancia de su propia voluntad. De este modo, retorna constantemente hacia
sí misma en cuanto lo mismo. La manera en que lo ente en su totalidad, cuya
essentia es la voluntad de poder, existe, esto es, su existentia, es el «eterno
retorno de lo mismo». Ambas fórmulas fundamentales de la metafísica de
Nietzsche, «voluntad de poder» y «eterno retorno de lo mismo», determinan lo
ente en su ser desde las dos perspectivas que guían desde la Antigüedad a la
metafísica, desde el ens qua ens en el sentido de essentia y existentia.
La relación esencial que queda por pensar entre la «voluntad
de poder» y el «eterno retorno de lo mismo», no puede por lo tanto presentarse
todavía de modo inmediato, porque la metafísica ni ha pensado sobre el origen
de la distinción entre essentia y existentia, ni tan siquiera se lo ha
preguntado.
Si la metafísica piensa lo ente en su ser como voluntad de
poder, piensa necesariamente lo ente como instaurador de valores. Piensa todo
en el horizonte de los valores, de la validez de dichos valores, de la
desvalorización y la transvaloración. La metafísica de la Modernidad comienza y
tiene su esencia en el hecho de que busca lo incondicionadamente indudable, lo
cierto, la certeza. Según las palabras de Descartes, se trata de firmum et
mansurum quid stabilire, esto es, conseguir mantener algo firme y estable. Esto
estable. en cuanto objeto, le resulta satisfactorio a esa esencia, que reina
desde antiguo, de lo ente en cuanto eso que permanentemente se presenta, que
subyace siempre en todas partes (êpoxeÛmenon, subiectum) También Descartes,
como Aristóteles, pregunta por el êpoxeÛmenon. En la medida en que Descartes
busca ese subiectum en la vía prediseñada de la metafísica y pensando la verdad
como certeza encuentra el ego cogito en cuanto ego permanentemente presente.
Así es como el ego sum se convierte en subiectum, esto es, el sujeto se
convierte en autoconciencia. La sujetidad del sujeto se determina a partir de
la certeza de esta conciencia.
En la medida en que la voluntad de poder dispone a modo de
valor necesario la conservación, es decir, el aseguramiento de sí misma,
también justifica la necesidad de aseguramiento de todo lo ente; en cuanto
esencialmente representador, dicho ente es también siempre un tomar algo por
verdadero. El aseguramiento de este tomar por verdadero se llama certeza. Así,
según el juicio de Nietzsche, la certeza, en cuanto principio de la metafísica
moderna, sólo se encuentra verdaderamente fundamentada en la voluntad de poder,
suponiendo que la verdad sea un valor necesario .y la certeza la figura moderna
de la verdad. Esto evidencia en qué medida en la teoría de Nietzsche de la
voluntad de poder en cuanto «esencia» de todo lo efectivamente real, se consuma
la moderna metafísica de la subjetivad .
Por eso puede decir Nietzsche: «la cuestión de los valores
es más fundamental que la cuestión de la certeza: esta última sólo adquiere
seriedad bajo el presupuesto de que se responda a la cuestión del valor»
(Voluntad de Poder, afor. 588 del año 1887/88).
Ahora bien, una vez que se ha reconocido la voluntad de
poder como principio de la instauración de valores, la cuestión del valor debe
meditar en primer lugar cuál es el valor necesario que parte de ese principio y
cuál es el valor supremo adecuado a dicho principio. En la medida en que la
esencia del valor se manifiesta como la condición de conservación y aumento
dispuesta en la voluntad de poder, se ha abierto la perspectiva para una
caracterización de la estructura de valores que sirve de norma.
La conservación del grado de poder alcanzado por la voluntad
en cada ocasión consiste en que la voluntad se rodea de un círculo al que puede
recurrir en todo momento y con toda confianza para afianzar su seguridad. Este
círculo delimita las existencias de presencia (de oésÛa, según el significado
cotidiano de la palabra entre los griegos) disponibles inmediatamente para la
voluntad. Estas existencias sin embargo sólo se convierten en algo permanente y
estable esto es en algo que está siempre a disposición, cuando se las establece
por medio de un poner. Este poner tiene la naturaleza de un producir que pone
algo delante, que representa Lo que se torna estable de esta manera es lo que
permanece. Nietzsche llama a eso estable, fiel a la esencia del ser que reina
en la historia de la metafísica (ser = presencia constante), «lo ente».
Mostrándose fiel al lenguaje del pensar metafísico una vez más, a menudo nombra a eso estable «el ser». Desde el inicio del pensamiento occidental, lo ente pasa por ser lo verdadero y la verdad, aunque el sentido de ‘ente’ y ‘verdadero’ se han transformado en múltiples ocasiones. A pesar de todas las inversiones y transvaloraciones que lleva a cabo, Nietzsche no se sale una vía nunca rota de las tradiciones metafísicas cuando llama simplemente ser, ente o verdad a eso que se ha fijado dentro de la voluntad de poder a fin de asegurar su conservación. De acuerdo con esto, la verdad es una condición dispuesta en la esencia de la voluntad de poder, concretamente la de la conservación de poder. La verdad es, en cuanto tal condición, un valor. Pero como la voluntad sólo puede querer si dispone de algo estable, la verdad es el valor necesario para la voluntad de poder que parte de la esencia de dicha voluntad de poder. El nombre verdad no significa ahora ni el desocultamíento de lo ente, ni la coincidencia de un conocimiento con su objeto, ni la certeza que se ocupa de disponer y asegurar lo representado. Verdad es ahora -concretamente teniendo presente un origen esencial histórico a partir de los modos citados de su esencia-, el estable aseguramiento de las existencias del círculo a partir del que la voluntad de poder se quiere a sí misma.
Mostrándose fiel al lenguaje del pensar metafísico una vez más, a menudo nombra a eso estable «el ser». Desde el inicio del pensamiento occidental, lo ente pasa por ser lo verdadero y la verdad, aunque el sentido de ‘ente’ y ‘verdadero’ se han transformado en múltiples ocasiones. A pesar de todas las inversiones y transvaloraciones que lleva a cabo, Nietzsche no se sale una vía nunca rota de las tradiciones metafísicas cuando llama simplemente ser, ente o verdad a eso que se ha fijado dentro de la voluntad de poder a fin de asegurar su conservación. De acuerdo con esto, la verdad es una condición dispuesta en la esencia de la voluntad de poder, concretamente la de la conservación de poder. La verdad es, en cuanto tal condición, un valor. Pero como la voluntad sólo puede querer si dispone de algo estable, la verdad es el valor necesario para la voluntad de poder que parte de la esencia de dicha voluntad de poder. El nombre verdad no significa ahora ni el desocultamíento de lo ente, ni la coincidencia de un conocimiento con su objeto, ni la certeza que se ocupa de disponer y asegurar lo representado. Verdad es ahora -concretamente teniendo presente un origen esencial histórico a partir de los modos citados de su esencia-, el estable aseguramiento de las existencias del círculo a partir del que la voluntad de poder se quiere a sí misma.
En relación con el aseguramiento de cada grado de poder
alcanzado, la verdad es el valor necesario. Pero no basta para alcanzar un
grado de poder, porque lo permanente, tomado en sí mismo, no es nunca capaz de
dar aquello que sin embargo es lo primordial para la voluntad si quiere ir más
allá de sí misma como voluntad, esto es, si quiere entrar por lo menos en las posibilidades
del ordenar. Éstas sólo se dan a través de una mirada previa y escudriñadora
que forma parte de la esencia de la voluntad de poder; en efecto, en su calidad
de voluntad de más poder, ésta es, en sí misma, perspectivista en cuanto a las
posibilidades.
Abrir tales posibilidades y proveer con ellas es esa condición de la esencia de la voluntad de poder que, siendo precedente en sentido literal, supera a la primera citada. Por eso dice Nietzsche (Voluntad de Poder afor. 853 del año 1887/88): «Pero la verdad no vale como medida suprema del valor, ni mucho menos como poder supremo».
Abrir tales posibilidades y proveer con ellas es esa condición de la esencia de la voluntad de poder que, siendo precedente en sentido literal, supera a la primera citada. Por eso dice Nietzsche (Voluntad de Poder afor. 853 del año 1887/88): «Pero la verdad no vale como medida suprema del valor, ni mucho menos como poder supremo».
Para Nietzsche, la creación de posibilidades de la voluntad,
las únicas a partir de las cuales la voluntad de poder se libera hacia sí
misma, es la esencia del arte. De acuerdo con este concepto metafísico, bajo el
término arte, Nietzsche no piensa sólo ni en primer lugar el ámbito estético de
los artistas. El arte es la esencia de todo querer que abre perspectivas y las
ocupa: «La obra de arte, cuando aparece sin artista, por ejemplo, como cuerpo,
como organización (el cuerpo de oficiales prusianos, la orden de los jesuitas).
En qué medida el artista sólo es un grado previo. El mundo como obra de arte
que se procrea a sí misma» Voluntad de Poder, afor. 796 del año 1885/86).
La esencia del arte concebida a partir de la voluntad de
poder consiste en que el arte excita a la voluntad de poder en primer lugar
hacia sí misma y la estimula para querer pasar más allá de sí misma. Como
Nietzsche también llama a menudo vida a la voluntad de poder, en tanto que
realidad efectiva de lo efectivamente real y con resonancias de la zv® y la
fæsiw de los primeros pensadores griegos, puede decir que el arte es «el gran
estímulo de la vida» (Voluntad de Poder, afor. 851 del año 1888).
El arte es la condición dispuesta en la esencia de la
voluntad de poder para que dicha voluntad, en cuanto tal, pueda llegar al poder
y aumentarlo. Desde el momento en que condiciona de esta manera, el arte es un
valor. En tanto que condición que prevalece en el rango del condicionamiento
del aseguramiento de las existencias, y por lo tanto precede a todo
condicionamiento, el arte es el valor que abre en primer lugar todo aumento, de
grado. El arte es el valor supremo. En relación con el valor llamado verdad, es
un valor más elevado. El uno reclama al otro, cada uno a su manera. Ambos
valores determinan en su relación de valor la esencia unitaria de la voluntad
de poder que dispone valores dentro de sí misma. Dicha voluntad es la realidad
efectiva de lo efectivamente real o, tomando el término en un sentido más
amplio del que suele usar Nietzsche, el ser de lo ente. Si la metafísica tiene
que decir lo ente en relación con el ser y si con ello nombra a su manera el
fundamento de lo ente, entonces la proposición fundamental de la metafísica de
la voluntad de poder debe enunciar el fundamento. Dice qué valores son
dispuestos esencialmente y según qué rango de valor son dispuestos dentro de la
esencia de la voluntad de poder instauradora de valores en cuanto «esencia» de
lo ente. La proposición dice así: «El arte tiene más valor que la verdad»
(Voluntad de Poder, afor. 853 del año 1887/88).
La proposición fundamental de la metafísica de la voluntad
de poder es una proposición de valor.
A partir de la proposición suprema de valor se hace evidente
que la instauración de valores es, en cuanto tal, esencialmente doble. En ella
se disponen respectivamente, expresamente o no, un valor necesario y un valor
suficiente, pero ambos a partir de la mutua relación que prevalece en ellos.
Esta duplicidad de la instauración de valores corresponde a su principio. Eso a
partir de lo cual es soportada y conducida la instauración de valores como tal,
es la voluntad de poder. A partir de la unidad de su esencia, exige y alcanza
las condiciones de aumento y conservación de ella misma. La mirada a la doble
esencia de la instauración de valores conduce expresamente al pensamiento ante
la pregunta por la unidad esencial de la voluntad de poder. En la medida en que
ella es la «esencia» de lo ente como tal, pero que decir esto es lo verdadero
de la metafísica, cuando pensamos en la unidad esencial de la voluntad de poder
nos preguntamos por la verdad de eso verdadero. Con ello, llegamos al punto
supremo de ésta y de toda metafísica. Pero ¿qué significa aquí punto supremo?
Explicaremos lo que pensamos por medio de la esencia de la voluntad de poder,
permaneciendo dentro de los límites previstos para la presente meditación.
La unidad esencial de la voluntad de poder no puede ser otra
que la propia voluntad de poder. Es el modo en que la voluntad de poder se
aporta a sí misma como voluntad. Ella la sitúa en su propio examen y ante sí de
tal manera que en semejante examen la voluntad se representa a sí misma
puramente y en su figura suprema. Pero la representación no es aquí en absoluto
una presentación a posteriori, sino que la presencia determinada a partir de
ella es el modo en el que y en cuanto tal la voluntad de poder es.
Pero este modo en el que es, es también la manera en que se
dispone a sí misma en el desocultamiento de sí misma. Pues bien, allí reside su
verdad. La pregunta por la unidad esencial de la voluntad de poder es la
pregunta por la manera de esa verdad en la que la voluntad es como ser de lo
ente. Pero esa verdad es al mismo tiempo la verdad de lo ente como tal, bajo
cuya forma la metafísica es. La verdad por la que se pregunta ahora, no es por
tanto esa que dispone la propia voluntad de poder como condición necesaria de
lo ente en cuanto ente, sino esa en la que la voluntad de poder instauradora de
condiciones se presenta como tal. Ese Uno, en el que se presenta, su unidad
esencial, atañe a la propia voluntad de poder.
¿Pero de qué tipo es entonces esta verdad del ser de lo
ente? Sólo puede determinarse a partir de aquello cuya verdad es. Pero en la
medida en que dentro de la metafísica moderna el ser de lo ente se ha
determinado como voluntad y por tanto como querer-se, pero el querer-se es en
sí el saber-se a sí mismo, lo ente, el êpoxeÛmenon, el subiectum, se presenta
al modo del saber-se a sí mismo. Lo ente (subiectum) se presenta, concretamente
a sí mismo, al modo del ego cogito. Este presentarse a sí mismo, este ponerse
delante que llamamos re-presentación, es el ser de lo ente qua suiectum. El
saber-se a sí mismo se convierte en sujeto por antonomasia. En ese saber-se a
sí mismo se reúne todo saber y lo conocible por él. Es reunión de saber, del
mismo modo que la cordillera es la reunión de las montañas. La subjetividad del
sujeto es, en cuanto tal reunión, co-agitatio (cogitatio), conscientia,
Ge-wissen [reunión de saber], conscience. Pero la co-agitado ya es en sí un
velle, un querer [wollen]. Con la subjetidad del sujeto aparece la voluntad en
calidad de su esencia. La metafísica moderna piensa el ser de lo ente, en tanto
que metafísica de la subjetidad , en el sentido de la voluntad.
De la subjetidad en cuanto primera determinación esencial
forma parte el hecho de que el sujeto que representa se asegure a sí mismo, es
decir, se asegure siempre de lo representado por él en cuanto tal. De acuerdo
con este aseguramiento, la verdad de lo ente tiene, en cuanto certeza, el
carácter de la seguridad (certitudo). El saber-se a sí mismo, en el que la
certeza es como tal, sigue siendo por su parte una variante de la esencia de la
verdad existente hasta ahora, concretamente de la corrección (rectitudo) del
representar. Pero lo correcto ya no consiste en la equiparación con un elemento
que se presenta impensado en su estado de presencia. La corrección consiste
ahora en la instalación de todo lo que hay que representar según la medida de
corrección dispuesta en la exigencia de saber del res cogitans sive mens
representador. Esta exigencia concierne a la seguridad que consiste en que todo
lo que hay que representar y el representar mismo sean empujados y reunidos en
la claridad y evidencia de la idea matemática. El ens es el ens co-agitatum
perceptionis. El representar es ahora correcto si cumple con esta exigencia de
seguridad. Una vez reconocido de este modo como correcto, es, en cuanto correctamente
producido y disponible, justificado. La verdad de lo ente en el sentido de la
autocerteza de la subjetidad es en el fondo, en cuanto seguridad (certitudo),
la justificación del representar y lo representado por él ante su propia
claridad. La justificación (iustificatio) es la consumación de la iustitia y,
de este modo, la propia justicia. En la medida en que el sujeto es una y otra
vez sujeto, se asegura con certeza de su seguridad, se justifica ante su propia
exigencia de justicia.
Al comienzo de la Modernidad vuelve a despertar la cuestión
acerca de cómo el hombre, en la totalidad de lo ente, lo que equivale a decir,
ante el fundamento más ente de todo ente (Dios), puede ser y estar cierto de su
propia permanencia y estabilidad, esto es, de su salvación. Esta cuestión de la
certeza de la salvación es la cuestión de la justificación, es decir, de la
justicia (iustitia).
Dentro de la metafísica moderna es Leibniz el primero en
pensar el subiectum como ens percipiens et appetens. A partir del carácter de
vis del ens, piensa por primera vez claramente la esencia del ser de lo ente
como voluntad. Piensa de manera moderna la verdad de lo ente como certeza. En
sus 24 tesis sobre la metafísica, Leibniz dice así (tesis núm. 20): «iustitia
nihil aliud est quam ordo seu perfectio circa mentes». Las mentes, esto es, las
res cogitantes, son, según la tesis 22, las primariae Mundi unitates. Verdad
como certeza es aseguramiento de la seguridad, es orden (ordo) y comprobación
** permanente, esto es, acabamiento total, perfección (perfectio) ***. El
carácter de esa puesta en seguridad o aseguramiento **** de lo que es en primer
lugar y verdaderamente ente en su ser, es la iustitia (justicia).
En su fundamentación crítica de la metafísica, Kant piensa
el último autoaseguramiento de la subjetividad trascendental como la quaestio
juris de la deducción trascendental. Es la cuestión de derecho de la
justificación del sujeto representador, que ha fijado su propia esencia en la
autojustificacion de su «yo pienso».
En la esencia de la verdad como certeza, pensada ésta como
verdad de la subjetidad y ésta como el ser de lo ente, se esconde la justicia
experimentada a partir de la justificación de la seguridad. Es verdad que reina
como esencia de la verdad de la subjetidad, pero no es pensada dentro de la
metafísica de la subjetidad como verdad de lo ente. Por el contrario, la
justicia tiene que presentarse ante el pensamiento de la metafísica moderna
como el ser de lo ente que se sabe a sí mismo, en cuanto el ser de lo ente
aparece como voluntad de poder. Dicha voluntad se sabe como esa que
esencialmente instaura valores, que en dicha instauración de valores, como
condiciones de su propia estabilidad esencial, se asegura y se hace justicia
constantemente a sí misma y en este devenir es justicia. En ésta y como tal, la
propia esencia de la voluntad de poder tiene que representar, lo que para el
pensamiento metafísico moderno, significa ser. Así como en la metafísica de
Nietzsche el pensamiento del valor es más fundamental que el pensamiento básico
de la certeza en la metafísica de Descartes, en la medida en que la certeza
sólo puede pasar por justa si vale como valor supremo, del mismo modo, en la
era de la consumación de la metafísica occidental en Nietzsche, la autocerteza
que mira a sí misma de la subjetidad, se manifiesta en tanto que justificación
de la voluntad de poder, de acuerdo con la justicia que reina en el ser de lo
ente.
En una obra anterior y también más conocida, en la segunda
de las Consideraciones intempestivas, «De la utilidad y las desventajas de la
historia para la vida» (1874), Nietzsche ya coloca en el lugar de la
objetividad de las ciencias históricas a «la justicia» (parágrafo 6). De lo
contrario, Nietzsche calla en lo relativo a la justicia. Es sólo en los
decisivos años 1884/85, cuando se le presenta ante los ojos la «voluntad de
poder» como rasgo fundamental de lo ente, cuando escribe dos pensamientos sobre
la justicia, aunque no llega a publicarlos.
La primera anotación (1884) lleva por título: «Los caminos
de la libertad». Dice así: «Justicia, como manera de pensar constructora,
apartadora, eliminadora, a partir de las estimaciones de valor; suprema
representante de la vida misma» (XIII, afor. 98).
La segunda anotación (1885) dice así: « Justicia, como
función de un poder de amplias miras, que ve más allá de las pequeñas
perspectivas del bien y del mal y, por lo tanto, goza de un horizonte de
ventaja mucho más vasto: la intención que mira por conservar algo que es más
que ésta o aquella persona» (XIV, afor. 158).
Una explicación exacta de estos pensamientos sobrepasaría el
marco de la meditación aquí emprendida. Será suficiente remitir al ámbito
esencial del que forma parte la justicia pensada por Nietzsche. Para
prepararnos a la comprensión de la justicia que Nietzsche tiene a la vista,
tendremos que apartar de nuestra mente todas las representaciones sobre la
justicia procedentes del ámbito de la moral cristiana, humanista, ilustrada,
burguesa y socialista. Efectivamente, Nietzsche no entiende en absoluto la
justicia primordialmente como una determinación del ámbito ético y jurídico.
Antes bien, la piensa a partir del ser de lo ente en su totalidad, esto es, a
partir de la voluntad de poder. Así, justo es lo que se adecua a derecho. Pero
qué sea de derecho es algo que se determina a partir de eso que es en cuanto
ente. Por eso dice Nietzsche (XIII, afor. 462 del año 1883: «Derecho = la
voluntad de eternizar una relación de poder determinada. Estar satisfecho con
esto es el presupuesto. Todo lo que es digno de
veneración se ve empujado a lograr que el derecho aparezca como lo eterno».
También forma parte de esta reflexión una anotación del año
siguiente: «El problema de la justicia. Lo primero y más poderoso es
precisamente la voluntad y la fuerza para tener un poder superior. Es sólo
después cuando el que domina constata ‘justicia’, esto es, cuando mide las
cosas por su rasero; si es muy poderoso, puede llegar muy lejos en la
permisibilidad y reconocimiento del individuo que está haciendo ensayos» (XIV,
afor. 181). Es posible, y está dentro del orden, que el concepto de justicia de
Nietzsche cause extrañeza a la representación usual, pero de todos modos
acierta con la esencia de la justicia, que al comienzo de la consumación de la
Edad Moderna del mundo y dentro de la lucha por el dominio de la tierra, ya es
histórica y por eso determina toda actuación del hombre en esta era, ya sea
expresamente o no, de manera oculta u abierta.
La justicia pensada por Nietzsche es la verdad de lo ente,
que es al modo de la voluntad de poder. Lo que pasa es que ni ha pensado la
justicia expresamente en cuanto esencia de la verdad de lo ente, ni ha llevado
al lenguaje la metafísica de la subjetidad consumada a partir de este
pensamiento. Con todo, la justicia es la verdad de lo ente determinada por el
propio ser. En cuanto dicha verdad es la propia metafísica en su consumación
moderna. En la metafísica como tal se esconde el fundamento por el que, si bien
Nietzsche puede experimentar el nihilismo de manera metafísica como historia de
la instauración de valores, sin embargo no puede pensar la esencia del mismo.
No sabemos qué figura escondida, estructurada a partir de la
esencia de la justicia como su verdad, le estaba reservada a la metafísica de
la voluntad de poder. Apenas si se ha enunciado su primera proposición
fundamental y, para eso, no como tal proposición. con esa forma. Es verdad que
el carácter de tesis de dicha proposición, dentro de esta metafísica, es de una
naturaleza particular. Es verdad que la primera proposición de valor no es la
tesis suprema para un sistema deductivo de tesis. Pero si entendemos el término
proposición fundamental de la metafísica con el debido cuidado, en el sentido
de que nombra el fundamento esencial de lo ente como tal, esto es, dicho ente
mismo en la unidad de su esencia, entonces la tesis sigue siendo
suficientemente amplia y variada como para determinar en cada caso, según la
naturaleza de la metafísica, el modo de su decir sobre el fundamento.
Nietzsche también ha enunciado la primera proposición
fundamental de la metafísica de la voluntad de poder bajo otra forma (Voluntad
de Poder, afor. 882 del año 1888): «Tenemos el arte, para no perecer por causa de la verdad».
Naturalmente, no debemos tomar esta frase sobre la relación
metafísica esencial, es decir, la relación de valor entre arte y verdad, de
acuerdo con nuestras representaciones cotidianas sobre la verdad y el arte. Si
así ocurre, entonces todo se torna banal y lo que es peor y fatal, nos hurta la
posibilidad de intentar una controversia esencial con la posición oculta de la
metafísica que se está consumando en nuestra época, con el fin de liberar a
nuestra propia esencia histórica de las nieblas producidas por la historia y
las visiones del mundo.
En la última fórmula citada de la proposición fundamental de
la metafísica de la voluntad de poder, arte y verdad están pensados, en cuanto
primeras configuraciones de dominio de la voluntad de poder, en relación con el
hombre. Cómo deba ser pensada en general la relación esencial de la verdad de
lo ente como tal con la esencia del hombre dentro de la metafísica de acuerdo
con su esencia es algo que le sigue permaneciendo velado a nuestro pensamiento.
Apenas se plantea la cuestión que, además, por causa del predominio de la antropología
filosófica se ve perdida en la confusión. En todo caso, sería un error
pretender tomar la fórmula de la proposición de valor como testimonio de que
Nietzsche filosofa al modo existencial. Nunca hizo tal cosa. Lo que hizo fue
pensar metafísicamente. Todavía no estamos maduros para el rigor de un
pensamiento como el que enunciaremos a continuación y que fue escrito por
Nietzsche en la época en que meditaba sobre la obra principal que había planeado,
«La Voluntad de Poder»:
«En torno al héroe todo se convierte en tragedia, en torno
al semidiós todo en sátira y en torno al dios todo se torna ¿qué?, ¿tal vez
‘mundo’?» (Más allá del bien y del mal, afor. 150 [1886]).
Pero sí hemos llegado a un momento en que podemos aprender a
ver que, por mucho que tomado históricamente por mor de un título tenga que
mostrar otro aspecto, el pensamiento de Nietzsche no es menos concreto y
riguroso que el de Aristóteles, quien en el cuarto libro de su metafísica
piensa el principio de contradicción como primera verdad sobre el ser de lo
ente. La conexión ya habitual, aunque no por eso es menos cuestionable, entre
Nietzsche y Kierkegaard, desconoce -a raíz de un desconocimiento de la esencia
del pensar-, que, en cuanto pensador metafísico, Nietzsche conserva la proximidad
con Aristóteles. Aunque lo cite más a menudo, Kierkegaard permanece
esencialmente lejos de Aristóteles y esto se debe a que Kierkegaard no es un
pensador, sino un escritor religioso, aunque desde luego no uno entre tantos,
sino el único a la altura del destino de su época. En eso reside su grandeza,
siempre que hablar así no sea ya un malentendido.
En la proposición fundamental de la metafísica de Nietzsche
se nombra, junto con la relación esencial de los valores arte y verdad, la
unidad esencial de la voluntad de poder. A partir de dicha unidad esencial de
lo ente como tal, se determina la esencia metafísica del valor. Él es la doble
condición de sí mismo, puesta en la voluntad de poder y para ella.
Puesto que Nietzsche experimenta el ser de lo ente como
voluntad de poder, su pensamiento tiene que pensar en dirección a los valores.
Por eso se trata de plantear siempre y antes que todo la cuestión del valor.
Ese cuestionar se experimenta a sí mismo como histórico.
¿Qué ocurre con los anteriores valores supremos? ¿Qué
significa la desvalorización de dichos valores en relación con la
transvaloración de todos los valores? Como el pensamiento según valores se basa
en la metafísica de la voluntad de poder, la interpretación que hace Nietzsche
del nihilismo, en cuanto proceso de desvalorización de los valores supremos y
de transvaloración de todos los valores, es una interpretación metafísica,
concretamente en el sentido de la metafísica de la voluntad de poder. Pero en
la medida en que Nietzsche concibe su propio pensamiento, la doctrina de la
voluntad de poder como «principio de la nueva instauración de valores», en el
sentido de la auténtica consumación del nihilismo, ya no comprende el nihilismo
de manera sólo negativa, en tanto que desvalorización de los valores supremos,
sino también de manera positiva, como superación del nihilismo; en efecto, la
realidad efectiva de lo efectivamente real, ahora experimentada de manera
expresa, la voluntad de poder, se convierte en origen y medida de una nueva
instauración de valores. Dichos valores determinan de modo inmediato el
representar humano y al mismo tiempo estimulan la actuación del hombre. El ser
hombre se alza a otra dimensión del acontecer.
En el pasaje citado, aforismo 125 de «La gaya ciencia», a
propósito del acto humano por el que dios ha sido muerto y, por tanto, el mundo
suprasensible ha sido desvalorizado, el loco dice las siguientes palabras:
«Nunca hubo un acto más grande y quien nazca después de nosotros formará parte,
por mor de ese acto, de una historia más elevada que todas las historias que
hubo nunca hasta ahora».
Con la conciencia de que «Dios ha muerto» se inicia la
conciencia de una transvaloración radical de los valores anteriormente supremos.
Gracias a esta conciencia, el propio hombre se muda a otra historia que es más
elevada, porque en ella el principio de toda instauración de valores, la
voluntad de poder, es experimentada y tomada expresamente en tanto que realidad
efectiva de lo efectivamente real, en tanto que ser de lo ente. La
autoconciencia, en la que tiene su esencia la humanidad moderna, consuma de
este modo su último paso. Quiere ser ella misma la ejecutora de la voluntad de
poder incondicionada. La decadencia de los valores normativos toca a su fin. El
nihilismo, el hecho de «que los valores supremos se desvalorizan», ha sido
superado. Esa humanidad que quiere su propio ser hombre como voluntad de poder
y experimenta tal ser hombre como parte de la realidad efectiva determinada en
su totalidad por la voluntad de poder, se ve determinada por una figura
esencial del hombre que pasa por encima del hombre anterior.
El nombre para la figura esencial de la humanidad que pasa
más allá y por encima del anterior tipo humano es «transhombre»*****. Con este
término Nietzsche no entiende algún ejemplar aislado del ser humano en que las
capacidades y miras del hombre normalmente conocido se hubieran acrecentado y
aumentado hasta lo gigantesco. «El transhombre» no es tampoco ese tipo de hombre
que pudiera surgir de una aplicación de la filosofía de Nietzsche a la vida. El
término «transhombre» nombra la esencia de la humanidad que, en tanto que
moderna, empieza a penetrar en la consumación esencial de su época. «El
transhombre» es el hombre que es hombre a partir de la realidad efectiva
determinada por la volunta de poder y para dicha realidad.
El hombre cuya esencia es la esencia querida a partir de la
voluntad de poder, es el transhombre. El querer de esta esencia que así quiere,
debe corresponder a la voluntad de poder en tanto que ser de lo ente. Por eso,
junto con el pensamiento que piensa la voluntad de poder, también surge
necesariamente la pregunta: ¿bajo qué figura debe situarse y desplegarse la
esencia del hombre que quiere a partir del ser de lo ente, a fin de serle
suficiente a la voluntad de poder y de este modo ser capaz de asumir el dominio
sobre lo ente? Sin previo aviso y, sobre todo, sin estar precavido el hombre se
encuentra situado a partir del ser de lo ente ante la tarea de asumir el
dominio de la tierra. ¿Ha pensado suficientemente el hombre anterior o antiguo
bajo qué modo aparece ahora el ser de lo ente? ¿Se ha asegurado el hombre
antiguo de si su esencia tiene la madurez y fuerza suficientes para satisfacer
la exigencia de este ser? ¿O se limita a valerse de expedientes y rodeos que le
impiden nuevamente experimentar lo que es? El hombre antiguo desea seguir
siendo ese hombre anterior y, al mismo tiempo, ya es querido por lo ente, cuyo
ser empieza a aparecer como voluntad de poder. El hombre antiguo no está en
absoluto todavía preparado en su esencia para el ser que, mientras tanto,
atraviesa y domina lo ente. En dicho ser, reina la necesidad de que el hombre
vaya más allá del hombre antiguo y no para satisfacer un mero deseo ni por un
capricho, sino únicamente por mor del ser.
El pensamiento de Nietzsche que piensa el transhombre, nace del pensamiento que piensa
ontológicamente lo ente como ente y, de este modo, se atiene a la esencia de la
metafísica, aunque sin poder experimentar dicha esencia dentro de la
metafísica. Por eso le queda oculto, como le ocurre a toda la metafísica
anterior a él, en qué medida la esencia del hombre se determina a partir de la
esencia del ser. Por este motivo, en la metafísica de Nietzsche queda
necesariamente velado el fundamento de la relación esencial entre la voluntad
de poder y la esencia del transhombre. Pero en todo velamiento reina ya una
manifestación. La existentia, que forma parte de la essentia de lo ente, esto
es, de la voluntad de poder, es el eterno retorno de lo mismo. El ser allí
pensado contiene la relación con la esencia del trashombre. Pero esta relación
permanece necesariamente impensada en su esencia conforme al ser. Por eso
también a Nietzsche le queda a oscuras en qué relación se encuentra ese
pensamiento que piensa el transhombre bajo la figura de Zarathustra, con la
esencia de la metafísica. Por eso permanece oculto el carácter de obra de «Así
habló Zarathustra». Sólo cuando un pensamiento futuro sea capaz de pensar ese
«libro para todos y para ninguno» junto con las «Investigaciones acerca de la
esencia de la libertad humana» de Schelling (1809) y, por lo tanto, junto con
la «Fenomenología del Espíritu» de Hegel (1807) y con la «Monadología» de
Leibniz (1714) y, además, sea capaz de pensar estas obras no sólo
metafísicamente, sino a partir de la esencia de la metafísica, entonces y sólo
entonces se habrá puesto el fundamento para el derecho y el deber, para el
suelo y el horizonte de una adecuada controversia.
Resulta fácil, pero no responsable, indignarse ante la idea
y la figura del transhombre, que ha sido la que ha configurado su propio
malentendido, y hacer pasar esa indignación por una objeción seria. Es difícil,
pero indispensable para un futuro pensamiento, llegar a esa elevada
responsabilidad a partir de la que Nietzsche ha pensado la esencia de esa
humanidad que, en el destino de ser de la voluntad de poder, ha sido
determinada a asumir el dominio sobre la tierra. La esencia del transhombre no
es la licencia para el dominio desordenado de lo arbitrario. Es la ley, fundada
en el propio yo, de una larga cadena de las mayores autosuperaciones, que son
las que hacen madurar al hombre para lo ente, el cual en cuanto tal ente
pertenece al ser, un ser que hace aparecer su esencia volitiva en cuanto
voluntad de poder y por medio de esa aparición hace época, concretamente la
última época de la metafísica.
El hombre antiguo se llama antiguo en la metafísica de
Nietzsche, porque si bien su esencia está determinada por la voluntad de poder
como rasgo fundamental de todo ente, él no ha experimentado ni asumido la
voluntad de poder como tal rasgo fundamental. El hombre que pasa por encima del
hombre antiguo, asume la voluntad de poder como rasgo fundamental de todo ente
en su propio querer y, de esta manera, se quiere a sí mismo en el sentido de la
voluntad de poder. Todo ente es en tanto que elemento dispuesto en dicha
voluntad. Lo que antes condicionaba y determinaba al modo de meta y medida la
esencia del hombre, ha perdido su poder operativo incondicionado e inmediato y,
sobre todo, infaliblemente efectivo en todas partes. Ese mundo suprasensible de
las metas y medidas ya no despierta ni soporta la vida. Ese mundo ha perdido a
su vez la vida: ha muerto. Habrá aquí y allá algo de fe cristiana, pero el amor
que reina en ese mundo no es el principio eficiente y efectivo de lo que ahora
ocurre. El fundamento suprasensible del mundo suprasensible, pensado como
realidad efectiva y eficiente de todo lo efectivamente real, se ha vuelto
irreal. Este es el sentido metafísico de la frase metafísica «Dios ha muerto».
¿Queremos seguir cerrando los ojos a la verdad que hay que
pensar en esta frase? Si es lo que queremos, esa extraña ceguera no será, desde
luego, la que torne falsa dicha frase. Dios no va a ser un dios vivo porque
sigamos obstinándonos en domeñar a lo efectivamente real sin tomar primero en
serio su realidad efectiva y cuestionarla, sin pensar si el hombre ha alcanzado
tanta madurez en la esencia a la que ha sido arrastrado sacándolo del ser como
para hacerle frente a ese destino que surge de su esencia en vez de recurrir a
toda suerte de medidas aparentes.
El intento de captar sin ilusiones la verdad de dicha
sentencia sobre la muerte de Dios, es algo distinto a un reconocimiento de la
filosofía de Nietzsche. Si fuera ésa nuestra intención, con esa afirmación no
le haríamos ningún servicio al pensar. Sólo respetamos a un pensador en la
medida en que pensamos. Esto exige pensar todo lo esencial pensado en su
pensamiento.
Si Dios y los dioses han muerto en el sentido de la
experiencia metafísica explicada, y si la voluntad de poder es querida, con
conocimiento de causa, como principio de toda posición de las condiciones de lo
ente, esto es, como principio de toda instauración de valores, entonces el
dominio sobre lo ente como tal pasa, bajo la figura del dominio sobre la
tierra, al nuevo querer del hombre, determinado por la voluntad de poder.
Nietzsche cierra la primera parte de «Así habló Zarathustra», que apareció un
año después de la «La gaya ciencia» en 1883 con la frase: «Muertos están todos
los dioses ahora queremos que viva el transhombre».
Pensando de manera muy primaria se podría opinar que la
frase dice que el dominio sobre lo ente pasa de Dios a los hombres o, de manera
aún más burda, que Nietzsche coloca al hombre en el lugar de Dios. Los que así
opinen, desde luego piensan poco divinamente la esencia de Dios. El hombre
nunca puede ponerse en el lugar de Dios, porque la esencia del hombre no
alcanza nunca el ámbito de la esencia de Dios. Por el contrario, sí que puede
ocurrir algo que, en comparación con esa imposibilidad, es mucho más
inquietante y cuya esencia apenas hemos empezado a pensar todavía. El lugar
que, pensado metafísicamente, es propio de Dios, es el lugar de la eficiencia
causal y la conservación de lo ente en tanto que algo creado. Pues bien, ese
lugar de Dios puede quedarse vacío. En su lugar puede aparecer otro lugar, esto
es, un lugar que metafísicamente le corresponda, que no sea idéntico ni al ámbito
de la esencia de Dios ni al del hombre, pero con el que el hombre vuelva a
alcanzar una relación destacada. El transhombre no ocupará nunca el lugar de
Dios, porque el lugar al que se abre el querer del transhombre es otro ámbito
de otra fundamentación de lo ente en su otro ser. Este otro ser de lo ente se
ha convertido mientras tanto -y es lo que caracteriza el inicio de la metafísica
moderna- en la subjetidad.
Todo ente es ahora o lo efectivamente real, en cuanto
objeto, o lo eficiente en cuanto objetivación en la que se forma la objetividad
del objeto. Representando, la objetivación dispone el objeto sobre el ego
cogito. En este disponer se evidencia el ego cómo aquello que subyace a su
propio hacer (el dis-poner poniendo-delante o re-presentando), esto es, se
evidencia como subiectum. El sujeto es sujeto para sí mismo. La esencia de la
conciencia es la autoconciencia. Por eso, todo ente es o bien objeto del sujeto
o bien sujeto del sujeto. En todas partes, el ser de lo ente reside en el
poner-se-ante-sí-mismo y, de esta manera, im-poner-se. En el horizonte de la
subjetidad de lo ente el hombre se alza a la subjetividad de su esencia. El
hombre accede a la subversión. El mundo se convierte en objeto. En esta
objetivación subvertidora de todo ente, aquello que en principio debe pasar a
disposición del representar el producir******, esto es la tierra es desplazado
al centro de toda posición y controversia humana. La propia tierra ya sólo
puede mostrarse como objeto del ataque que en cuanto objetivación incondicionada,
se instaura en el querer del hombre. Por haber sido querida a partir de la
esencia del ser, la naturaleza aparece en todas partes como objeto de la
técnica.
La siguiente anotación de Nietzsche es también de la época
de 1881/82 en la que surgió el pasaje del «loco»:«Vendrá el tiempo en que se
conducirá la lucha por el dominio de la tierra en nombre de doctrinas filosóficas
fundamentales» (XII, 441).
Con esto no se dice que la lucha por la explotación sin
límites de la tierra, en tanto que territorio de las materias primas, y por la
utilización no ilusa del «material humano» al servicio de una incondicionada
toma de poder de la voluntad de poder en su esencia, vaya a reclamar
expresamente la ayuda de una filosofía. Al contrario, se puede suponer que en
cuanto teoría y construcción cultural la filosofía desaparecerá y también puede
desaparecer en su forma actual, porque, en la medida en que ha sido auténtica,
ha llevado ya al lenguaje la realidad efectiva de lo efectivamente real y, de
este modo, ha conducido a lo ente como tal a la historia de su ser. Esas
«teorías filosóficas fundamentales» no aluden a las doctrinas de los eruditos,
sino al lenguaje de la verdad de lo ente como tal, verdad que es la propia
metafísica bajo la figura de la metafísica de la subjetidad incondicionada de
la voluntad de poder.
La lucha por el dominio de la tierra ya es, en su esencia
histórica, la consecuencia de que lo ente como tal se manifieste al modo de la
voluntad de poder sin haber sido sin embargo conocido o tan siquiera
comprendido como dicha voluntad. De cualquier modo, las doctrinas coetáneas de
la acción y las ideologías de la representación nunca dicen lo que es, ni por
lo tanto qué pasa. Con el inicio de la lucha por el dominio de la tierra la era
de la subjetidad se encamina hacia su consumación. Forma parte de esta
consumación el hecho de que lo ente, que es en el sentido de la voluntad de
poder, adquiera certeza de su propia verdad sobre sí mismo según su modo y
desde cualquier perspectiva y, por tanto, también sea consciente. Tomar
conciencia de algo es un instrumento necesario del querer que quiere a partir
de la voluntad de poder. Esto ocurre, en lo tocante a la objetivación, bajo la
forma de la planificación. Ocurre, dentro del ámbito de la subversión del
hombre, en el querer-se por medio de un análisis constante de la situación
histórica. Pensada metafísicamente, la situación es siempre la estación de la acción
del sujeto. Cualquier análisis de la situación se funda, sépalo o no, en la metafísica
de la subjetidad.
El «gran mediodía» es el tiempo de la claridad más clara, la
de la conciencia, que se ha vuelto consciente de sí misma de manera
incondicionada y a todos los respectos en cuanto ese saber que consiste en
querer conscientemente la voluntad de poder como ser de lo ente y, en cuanto
tal querer y subvirtiéndose a sí misma, superar cada fase necesaria de la
objetivación del mundo y, de este modo, asegurar las existencias permanentes de
lo ente para el querer más regular posible en forma y medida. En el querer de
esta voluntad, le sobreviene al hombre la necesidad de querer también las
condiciones de semejante querer. Esto significa: instaurar valores y estimar
todo según valores. De este modo, el valor determina todo ente en su ser. Esto
nos conduce ante la pregunta siguiente:
¿Qué es ahora, en la época en que se abre manifiestamente el
dominio incondicionado de la voluntad de poder, y eso manifiesto y su
publicidad se convierte a su vez en una función de dicha voluntad? ¿Qué es? No
preguntamos por sucesos y hechos para cada uno de los cuales se podrían crear o
eliminar testimonios según la necesidad en el ámbito de la voluntad de poder.
¿Qué es? No preguntamos por tal o cual ente, sino por el ser
de lo ente. Aún más: ¿preguntamos qué ocurre con el ser mismo?
Y esto tampoco lo preguntamos al azar, sino desde la
perspectiva de la verdad de lo ente como tal, que alcanza el lenguaje bajo la
figura de la metafísica de la voluntad de poder. ¿Qué ocurre con el ser en la
era del incipiente dominio de la volunta de poder incondicionada?
El ser se ha convertido en valor. La estabilidad de la
permanencia de las existencias es una condición necesaria, planteada por la
propia voluntad de poder, del aseguramiento de sí misma. Ahora bien, ¿puede
estimarse más al ser que de este modo, elevándolo expresamente a valor? Lo que
pasa es, que desde el momento en que el ser recibe la dignidad de valor, se le
ha rebajado al nivel de una condición planteada por la propia voluntad de
poder. Previo a esto, en la medida en que es estimado y dignificado en general,
se le ha arrebatado al propio ser la dignidad de su esencia. Si el ser de lo
ente recibe el sello del valor si, con ello, su esencia queda sellada,
entonces, dentro de esta metafísica, o lo que es lo mismo, dentro de la verdad
de lo ente como tal durante esta época, se ha borrado todo camino hacia la
experiencia del propio ser. Con esto estamos presuponiendo algo que tal vez no
deberíamos dar por supuesto, esto es, que haya existido jamás un camino de este
tipo hacia el ser y que un pensar en el ser haya pensado alguna vez el ser en
cuanto ser.
Sin acordarse del ser y de su propia verdad, el pensamiento
occidental piensa siempre lo ente como tal desde sus inicios. Entretanto, sólo
ha pensado el ser en esa verdad, de modo que sólo ha conseguido llevar ese
nombre hasta el lenguaje de manera harto precaria y con una torpe multiplicidad
de significados. Este pensar, que se olvida del propio ser, es el evento simple
y que todo lo soporta -motivo por el que también es misterioso e
inexperimentado-, de la historia occidental, la cual, mientras tanto, está a
punto de extenderse hasta ser historia universal. Al final, el ser ha caído en
la metafísica al nivel de valor. Ahí se demuestra que el ser no es admitido como
ser. ¿Qué quiere decir esto?
¿Qué pasa con el ser? Con el ser no pasa nada. ¿Y si es ahí
en donde se manifiesta la esencia, hasta ahora velada, del nihilismo? En ese
caso, ¿sería el pensar según valores el puro nihilismo? Pero no hay que olvidar
que Nietzsche concibe la metafísica de la voluntad de poder precisamente como
superación del nihilismo. En verdad, mientras el nihilismo sólo sea entendido
como la desvalorización de los valores supremos y la voluntad de poder como el
principio de la transvaloración de todos los valores a partir de una nueva
instauración de valores supremos, la metafísica de la voluntad de poder será
una superación del nihilismo. Pero en esta superación del nihilismo queda
elevado a principio el pensamiento según valores.
Pero si, con todo el valor no le permite al ser que sea el
ser que es en cuanto ser mismo, esa supuesta superación será, ante todo, la
consumación del nihilismo. En efecto, la metafísica no sólo no piensa el propio
ser, sino que ese no-pensar el ser se arropa en la apariencia de que, desde el
momento en que estima el ser como valor es indudable que piensa el ser de la
manera más digna, de tal modo que toda pregunta por el ser se torna superflua
para siempre Pero si, pensando en relación con el propio ser, el pensamiento
que piensa todo según valores es nihilismo, entonces hasta la experiencia de
Nietzsche del nihilismo -la de que se trata de la desvalorización de los
valores supremos-, es nihilista. La interpretación del mundo suprasensible, la
interpretación de Dios como valor supremo, no ha sido pensada a partir del
propio ser. El último golpe contra Dios y contra el mundo suprasensible
consiste en que Dios, lo ente de lo ente, ha sido rebajado a la calidad de
valor supremo. El golpe más duro contra Dios no es que Dios sea considerado
incognoscible, ni que la existencia de Dios aparezca como indemostrable, sino
que el Dios considerado efectivamente real haya sido elevado a la calidad de
valor supremo. En efecto, este golpe no procede precisamente de los que están
ahí y no creen en Dios, sino de los creyentes y sus teólogos, que hablan de lo
más ente entre todos los entes sin que jamás se les ocurra pensar en el propio
ser, con el fin de darse cuenta de que ese pensar y ese hablar, vistos desde la
fe, son la blasfemia por excelencia en cuanto se mezclan con la teología de la
fe.
Sólo ahora empieza a aparecer una débil luz en medio de la
oscuridad de aquella pregunta que ya queríamos dirigirle a Nietzsche mientras
atendíamos al pasaje del loco: ¿Cómo puede ocurrir que los hombres lleguen a
ser capaces de matar a Dios? Porque parece evidente que es esto lo que piensa
Nietzsche. Efectivamente, en todo el texto sólo se han destacado gráficamente
dos frases. La primera es «Lo hemos matado», refiriéndose a Dios. La segunda es
«y sin embargo son ellos los que lo han cometido», esto es, los hombres han
llevado a cabo el acto de matar a Dios, a pesar de que hoy siguen sin haber
oído hablar de ello.
Ambas frases gráficamente destacadas nos ofrecen la
interpretación de la sentencia «Dios ha muerto». Dicha frase no tiene el
significado de una negación llena de odio mezquino del tipo: no hay ningún
Dios. En realidad, el significado de la frase es mucho peor: han matado a Dios.
Sólo así es como aparece el pensamiento decisivo. Pero la comprensión se hace
al mismo tiempo más difícil. En efecto, sería más fácil entender la frase «Dios
ha muerto» en el sentido de que el propio Dios se ha alejado por propia voluntad
de su presencia viva. Pero que Dios haya sido matado por otros, y a mayores,
por los hombres, es algo impensable. El propio Nietzsche se asombra de
semejante pensamiento y es sólo por eso por lo que inmediatamente después de la
frase «Lo hemos matado, vosotros y yo. !Todos somos sus asesinos!», le hace
preguntar al loco: «¿Pero cómo hemos podido hacerlo?». Nietzsche explica la
pregunta repitiendo lo mismo que acaba de preguntar a través de tres perífrasis
en forma de imágenes: «¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la
esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos, cuando desencadenamos la tierra
de su sol?».
A la última pregunta podemos responder: la historia europea
de los últimos tres siglos y medio nos dice qué hicieron los hombres cuando
desencadenaron a la tierra de su sol. Pero ¿qué ha ocurrido en el fondo de esta
historia con lo ente? Cuando se refiere a la relación entre el sol y la tierra,
Nietzsche no sólo piensa en el giro copernicano, según la moderna comprensión
de la naturaleza. El nombre sol nos recuerda de inmediato el símil de Platón.
Según este, el sol y el ámbito que abarca su luz, son el terreno en el que
aparece lo ente según su aspecto, según sus caras (ideas). El sol conforma y
delimita el horizonte en el que se muestra el ente como tal. El «horizonte»
significa el mundo suprasensible en cuanto verdaderamente ente. Éste es, al
mismo tiempo, la totalidad que todo lo abarca y engloba igual que el mar. La
tierra, como lugar de residencia de los hombres está desencadenada de su sol.
El ámbito de lo suprasensible que es en sí, ya no se encuentra sobre los
hombres a modo de luz normativa. Todo el horizonte ha sido borrado. La
totalidad de lo ente como tal, el mar, ha sido bebido por los hombres. En
efecto, el hombre se ha subvertido en el Yo del ego cogito. Por esta
subversión, todo ente se convierte en objeto. Lo ente, en cuanto objetivo, es
absorbido dentro de la inmanencia de la subjetividad. El horizonte ya no luce a
partir de sí mismo. Ya no es más que el punto de vista dispuesto en las
instauraciones de valor de la voluntad de poder.
Siguiendo el hilo conductor de las tres imágenes (sol,
horizonte y mar), que para el pensar presumiblemente son algo más que imágenes,
se pueden aclarar las tres preguntas acerca de qué se quiere decir con el
suceso de la muerte de Dios. Matar significa la eliminación por parte del
hombre del mundo suprasensible que es en sí. Este matar alude al proceso en el
que lo ente como tal no es exactamente aniquilado, pero sí se vuelve otro en su
ser. En este proceso, también y sobre todo, el hombre se vuelve otro. Se vuelve
aquel que aparta lo ente entendido como lo ente en sí. La subversión del hombre
a la subjetividad, convierte a lo ente en objeto. Pero lo objetivo es aquello
que ha sido detenido por la representación. Apartarse de lo ente en sí, esto
es, la muerte de Dios, se consuma en ese aseguramiento de las existencias por
medio del cual el hombre se asegura dichas existencias materiales, corporales,
psíquicas y espirituales, pero sólo por mor de su propia seguridad, que quiere
el dominio sobre lo ente en cuanto posible elemento objetivo con el fin de
corresponder al ser de lo ente, a la voluntad de poder.
El asegurar, como adquisición de seguridad, se fundamenta en
la instauración de valores. La instauración de valores tiene a todo lo ente en
sí bajo su dominio y, en consecuencia, en cuanto tal ente para sí, lo ha
matado, lo ha liquidado. Este último golpe para matar a Dios ha sido asestado
por la metafísica, que en tanto que metafísica de la voluntad de poder consuma
el pensar en el sentido del pensar según valores. Pero Nietzsche ya no reconoce
este último golpe, por el que el ser es rebajado a mero valor, como lo que es
propiamente pensado en relación con el propio ser. ¿No dice el mismo Nietzsche:
«Todos somos sus asesinos. ¡Vosotros y yo!?». Ciertamente; de acuerdo con esto,
Nietzsche también concibe la metafísica de la voluntad de poder como nihilismo.
Ahora bien, para él esto sólo significa que ella consuma del modo más agudo
-puesto que es definitivo- y en tanto que movimiento de reacción en el sentido
de la transvaloración de todos los valores anteriores, la anterior
«desvalorización de los valores antes supremos».
Pero, precisamente, Nietzsche ya no puede pensar la nueva
instauración de valores, a partir del principio de toda instauración de
valores, como un dar muerte y como nihilismo. Ya no es una desvalorización en
el horizonte de la voluntad de poder que se quiere a sí misma, esto es, en la
perspectiva del valor y la instauración de valores.
Pero ¿qué ocurre con la propia instauración de valores, si
es pensada en relación con el propio ente, es decir, también en relación con el
ser? Entonces, el pensar en valores equivale a un dar muerte radical. No sólo
derriba a lo ente como tal en su ser-en-sí, sino que aparta completamente al
ser. Este ya sólo puede valer como valor en donde todavía se le necesita. El
pensar según valores de la metafísica de la voluntad de poder es, en un sentido
extremo, mortal, porque no deja en absoluto que el propio ser haga su
aparición, esto es, que alcance la viveza de su esencia. El pensar según
valores impide ya de antemano incluso que el propio ser se presente en su verdad.
Pero este dar muerte que afecta a la raíz misma ¿no es
solamente la naturaleza de la metafísica de la voluntad de poder? ¿Es sólo la
interpretación del ser como valor la que no permite que el propio ser sea el
ser que es? Si así fuera, la metafísica de las épocas anteriores a Nietzsche
tendría que haber experimentado y pensado al propio ser en su verdad o, por lo
menos, hubiera debido preguntarse por él. Pero no encontramos en ningún lugar
semejante experiencia del ser mismo. En ningún lugar nos sale al encuentro un
pensar que piense la verdad del ser mismo y, por tanto, la propia verdad en
cuanto ser. Incluso allí, donde el pensamiento preplatónico prepara el
despliegue de la metafísica por medio de Platón y Aristóteles, en su calidad de
inicio del pensamiento occidental, incluso allí, tampoco es pensado el ser. El
¦stin (¤ñn) gŒr eänai nombra ciertamente al propio ser. Pero no piensa
precisamente la presencia como presencia a partir de su verdad. La historia del
ser comienza, y además necesariamente, con el olvido del ser. Así pues, no es
culpa de la metafísica en cuanto voluntad de poder el que el ser mismo
permanezca impensado en su verdad.
Entonces, esta extraña carencia sólo depende de la metafísica en cuanto metafísica. Pero ¿qué es metafísica? ¿Conocemos acaso su esencia? ¿Puede ella misma saber dicha esencia? Si la comprende, lo hace metafísicamente. Pero el concepto metafísico de la metafísica permanece siempre retrasado respecto a su esencia. Esto también es válido para toda lógica, suponiendo que todavía sea capaz de pensar qué es el lñgow. Toda metafísica de la metafísica y toda lógica de la filosofía, que de alguna manera intentan trepar por encima de la metafísica, caen del modo más seguro por debajo de ella sin experimentar siquiera dónde caen ellas mismas.
Entonces, esta extraña carencia sólo depende de la metafísica en cuanto metafísica. Pero ¿qué es metafísica? ¿Conocemos acaso su esencia? ¿Puede ella misma saber dicha esencia? Si la comprende, lo hace metafísicamente. Pero el concepto metafísico de la metafísica permanece siempre retrasado respecto a su esencia. Esto también es válido para toda lógica, suponiendo que todavía sea capaz de pensar qué es el lñgow. Toda metafísica de la metafísica y toda lógica de la filosofía, que de alguna manera intentan trepar por encima de la metafísica, caen del modo más seguro por debajo de ella sin experimentar siquiera dónde caen ellas mismas.
Entretanto, por lo menos nuestra reflexión ve con mayor
claridad un rasgo de la esencia del nihilismo. La esencia del nihilismo reside
en la historia según la cual, en la manifestación de lo ente como tal en su
totalidad, no se toca para nada al ser mismo y su verdad, de tal modo, que la
verdad de lo ente como tal vale para el ser porque falta la verdad del ser. Es
cierto que en la época de la incipiente consumación del nihilismo, Nietzsche
experimentó y al mismo tiempo interpretó de manera nihilista algunos rasgos del
nihilismo, y, de esta manera, ocultó por completo su esencia. Pero Nietzsche
nunca reconoció la esencia del nihilismo, como tampoco lo hizo ninguna
metafísica anterior a él.
Con todo, si la esencia del nihilismo reside en la historia
que quiere que la verdad del ser falte por completo en la manifestación de lo
ente como tal en su totalidad y, de acuerdo con esto no ocurra nada con el ser
mismo y su verdad, entonces, en cuanto historia de la verdad de lo ente como
tal, la metafísica es en su esencia, nihilismo. Si la metafísica es el
fundamento histórico de la historia universal determinada occidental y
europeamente, entonces dicha historia es nihilista en un sentido muy diferente.
Pensado a partir del destino del ser, el nihil del término
nihilismo significa que no pasa nada con el ser. El ser no llega a la luz de su
propia esencia. En la manifestación de lo ente como tal, el propio ser se queda
fuera. La verdad del ser no aparece, permanece olvidada.
Así pues, el nihilismo sería en su esencia una historia que
tiene lugar con el ser mismo. Entonces residiría en la esencia del ser mismo el
hecho de que éste permaneciera impensado porque lo propio del ser es
sustraerse. El ser mismo se sustrae en su verdad. Se oculta en ella y se cobija
en ese refugio.
En la contemplación de este refugio que se cobija a sí
mismo, de la propia esencia, tal vez toquemos la esencia del misterio bajo cuya
forma se presenta la verdad del ser.
La propia metafísica no sería, según esto, una mera omisión
de una pregunta por el ser que aún queda por pensar. No sería ningún error. En
cuanto historia de la verdad de lo ente como tal, la metafísica habría
acontecido a partir del destino del propio ser. La metafísica sería en su
esencia el misterio impensado -porque guardado- del propio ser. Si fuera de
otro modo, un pensamiento que se esfuerza por atenerse a lo que hay que pensar,
el ser, no podría preguntar incesantemente qué es metafísica.
La metafísica es una época de la historia del ser mismo.
Pero en su esencia la metafísica es nihilismo. La esencia del nihilismo
pertenece a la historia, forma bajo la que se presenta el ser mismo. Si es que
la nada, como de costumbre, señala en dirección al ser, entonces la
determinación histórica del ser del nihilismo debería haber señalado por lo
menos el ámbito dentro del que se torna experimentable la esencia del nihilismo
con el fin de convertirse en algo pensado que atañe a nuestra memoria. Estamos
acostumbrados a escuchar una resonancia desagradable en la palabra nihilismo.
Pero si meditamos la esencia histórica del ser del nihilismo, entonces a esa
simple resonancia se añade algo disonante. La palabra nihilismo dice que en
aquello que nombra, el nihil (la nada) es esencial. Nihilismo significa: desde
cualquier perspectiva todo es nada. Todo, lo que quiere decir: lo ente en su
totalidad. Pero lo ente está presente en cada una de sus perspectivas cuando es
experimentado en cuanto ente. Entonces, nihilismo significa que lo ente como
tal en su totalidad es nada. Pero lo ente es lo que es y tal como es, a partir
del ser. Suponiendo que todo «es» reside en el ser, la esencia del nihilismo
consiste en que no pasa nada con el propio ser. El propio ser es el ser en su
verdad, verdad que pertenece al ser.
Si escuchamos en la palabra nihilismo ese otro tono en el
que resuena la esencia de lo nombrado, también oiremos de otro modo el lenguaje
del pensar metafísico, que ha experimentado parte del nihilismo aunque sin
haber podido pensar su esencia. Tal vez un día, con ese otro tono en nuestros
oídos, meditemos sobre la época de la incipiente consumación del nihilismo de
manera distinta a lo hecho hasta ahora. Tal vez entonces reconozcamos que ni
las perspectivas políticas, ni las económicas ni las sociológicas, ni las
técnicas y científicas, ni tan siquiera las metafísicas y religiosas, bastan
para pensar eso que ocurre en esta era. Lo que esta época le da a pensar al
pensamiento no es algún sentido profundamente escondido, sino algo muy próximo,
lo más próximo, y que, precisamente por ser sólo eso, pasamos siempre por alto.
Al pasar por encima de ello damos constantemente muerte, sin darnos cuenta, al
ser de lo ente.
Para darnos cuenta de ello y aprender a tomarlo en
consideración, tal vez nos baste con pensar por una vez lo que dice el loco
sobre la muerte de Dios y cómo lo dice. Tal vez ya no nos apresuremos tanto a
hacer oídos sordos a lo que dice el principio del texto explicado, a saber, que
el loco «gritaba incesantemente: ¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!».
¿En que medida está loco ese hombre? Está
tras-tornado*******. Porque ha salido fuera del plano del hombre antiguo, en el
que se hace pasar los ideales del mundo suprasensible, que se han vuelto
irreales, por lo efectivamente real, mientras se realiza efectivamente su contrario.
Este hombre tras-tornado ha salido fuera y por encima del hombre anterior. Con
todo, de esta manera lo único que ha hecho has sido introducirse por completo
en la esencia predeterminada del hombre anterior: ser el animal racional. Este
hombre, así tras-tornado, no tiene por lo tanto nada que ver con ese tipo de
maleantes públicos que no creen en Dios. En efecto, esos hombres no son no creyentes porque Dios
en cuanto Dios haya perdido su credibilidad ante ellos, sino porque ellos
mismos han abandonado la posibilidad de creer en la medida en que ya no pueden
buscar a Dios. No pueden seguir buscándolo porque ya no piensan. Los maleantes
públicos ha suprimido el pensamiento y lo han sustituido por un parloteo que
barrunta nihilismo en todos aquellos sitios donde consideran que su opinar está
amenazado. Esta deliberada ceguera furente al verdadero nihilismo, que sigue
predominado, intenta disculparse de este modo de su miedo a pensar. Pero ese
miedo es el miedo al miedo.
Frente a esto, el loco es manifiestamente desde las primeras
frases, y par el que es capaza de escuchar aún más claramente según las últimas
frases del texto, aquel que busca a Dios clamando por Dios. ¿Tal vez un
pensador ha calmado ahí verdaderamente de profundis? ¿Y el oído de nuestro pensar?
¿No oye todavía el clamor? Seguirá sin oírlo durante tanto tiempo como no
comience a pensar. El pensar sólo comienza cuando hemos experimentado que la
razón, tan glorificada durante siglos, es la más tenaz adversaria del pensar.
Martin Heidegger
Excelente! gracias por la aportación, me dare una vuelta por tu blog de vez en cuando.
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